No descubro nada nuevo si digo que todos estamos sobrecargados de trabajo, con múltiples servicios comunitarios, actividades, urgencias e imprevistos…Pero estoy convencida de que el problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad viva que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y no aceptado.
A esto se llega -en ocasiones- por vivir atrapados en un gran despliegue de actividades sin fin, a las que llamamos “servicios”, y “entrega a los demás”, pero que van deteriorando el corazón de la vida (FT 50). El inmediatismo ansioso de nuestro tiempo se nos cuela sin apenas darnos cuenta, y nos conduce a no tolerar fácilmente alguna contradicción, una crítica, algún aparente fracaso, los contrahilos del telar de la vida de los que os hablé el mes anterior.
Pero es -en estos momentos de oro y dificultad- cuando podemos redescubrir el valor de lo que es esencial para dinamizar nuestros servicios: el encuentro personal con el amor de Jesús, ya que todos somos la Iglesia-Esposa y vamos en la misma barca. Este encuentro nos convierte en personas-cántaros, que llevan a los demás el agua de Dios que han recibido.
Sí, necesitamos todos “detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío, y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él, con el corazón abierto, dejando que Él nos contemple” (EG 264).
Para San Benito esto es la humildad, vivir bajo la mirada de Dios, que no es nada fácil, porque tendemos a estar más atentos a las miradas de los demás y sus valoraciones. Él invita a sus monjes, en el capítulo que trata del trabajo manual de cada día (RB 48), a huir de la ociosidad, entregándose a unas horas al trabajo manual para ganarnos el pan, y a otras a la lectio divina, como dos caras de un “único trabajo” que nos hace “ser panes” para los demás en todos los sentidos.
Entregarse a la lectio divina conlleva una laboriosidad asidua, y un trabajo personal que nadie puede hacer por nosotros, cada cual ha de llenar su propia alcuza de aceite. Desde mi experiencia en la praxis monástica de la lectio divina, me ayuda ejercitar dos oídos: uno de atención silenciosa a la Palabra de Dios en los textos bíblicos que me hablan a nuestra realidad concreta hoy, y otro de escucha atenta a los Padres de la Iglesia, buscadores de Dios que nos precedieron sabiamente, que pasaron por las luchas de la vida, y por las mismas o similares dificultades que nosotros, en cuyo eco encuentro muchas luces para nuestro presente.
En esta ocasión os comparto algo de lo que San Bernardo me enseña de la oración y que releo muchas veces: “La tórtola es una avecilla recatada que no convive con varios, sino que vive feliz sólo con su pareja. Y cuando la pierde, en adelante se queda solitaria. Por tanto, tú que escuchas esto, no oigas en vano lo que se escribió para ti, y ahora se trata y expone para ti. Si te sientes movido por estos impulsos del Espíritu Santo, y te apasiona convertir tu alma en esposa de Dios…imita a esta castísima avecilla, y quédate solo en tu soledad…Siéntate, pues, solitario como la tórtola. Que nada te turbe entre la muchedumbre de los demás; olvida, incluso, tu pueblo y la casa de tu padre, y el Rey se prensará de tu belleza…Estarás sólo si no piensas en torpezas…si evitas toda discusión…si no recuerdas las injurias…Puedes estar sólo por frecuente que sea tu trato con los hombres. Líbrate únicamente de ocuparte en vidas ajenas como juez temerario, o como espía curioso” (San Bernardo, Sermón 40 CC)
Desde esta equilibrada sabiduría, os propongo ir viendo el hilo de la oración monástica por excelencia, la lectio divina, como un trabajo diario a realizar, tan importante como todos los demás servicios, y la gran ayuda que es para todos, en estos momentos recios que vivimos. Los pasos que damos para reavivarla cada día son sencillos. Todos los conocéis, porque se ha insistido mucho en la formación de toda la Iglesia en estos encuentros con la Palabra de Dios, pero os comparto mi experiencia y mi visión de ella después de muchos años de praxis asidua.
- STATIO
La statio es la preparación o el momento previo antes de iniciar la lectura del texto bíblico en el que se dispone uno a la escucha de Dios. Para ello lo primero es el silencio, liberar mente y corazón de ruidos, prisas y bullicio. Es un momento breve para pedir la luz y la fuerza del Espíritu Santo, que nos abra el corazón a la acogida real de la Palabra que tenemos entre las manos, que no es una palabra humana cualquiera, sino la que Dios me dirige a mí en este momento concreto. Pedimos el don de que el texto resuene en nuestro interior, y para ello nos recogemos, cerramos la puerta de los quehaceres y urgencias, y emprendemos nuestro camino de silencio y escucha atenta.
La statio es ponernos en camino desde el lugar de nuestra vida cotidiana hacia el Señor, para hacernos co-peregrinos con Él. Nos preparamos acallando todo nuestro ser; esta educación al silencio invita a dirigir la mirada a Cristo, le escuchamos y fijamos nuestros ojos hacia Él desde dentro, a través de unas sencillas páginas escritas hace siglos. Con este silencio se va abriendo el corazón, se mueve a acoger lo que en el texto Dios me va a decir. Mirar cada letra y cada signo con adoración y agradecimiento, confiados en que esta fina lluvia irá realizando nuestra transformación interior.
Es importante buscar el momento adecuado del día, donde de verdad podamos disponer de tranquilidad, y disponernos a la escucha con un corazón humilde y limpio, sin otra pretensión que buscar a Dios y su plan para mí.
Con nuestro silencio –ante la Palabra– levantamos nuestra mirada y nuestro corazón, y por un instante el mundo enmudece, todo guarda silencio, y en él tiene lugar la apertura del corazón para acoger la comunicación de Dios a nosotros personalmente.
El silencio en la statio ya crea comunión con Dios y ante Dios. Incluso, en la observancia monástica de la lectio divina, que realizamos toda la comunidad monástica en el Escritorio en las primeras horas de la mañana, el silencio común es oración común, acción comunitaria de disponerse a la escucha de quien sabemos nos ama incondicionalmente; una escucha personal realizada en común.
El icono de la parábola de las diez vírgenes (cf. Mt 25, 1-13) nos sirve para entender la statio como un preparar las lámparas o antorchas de las vírgenes prudentes. En el mundo hebreo, esta preparación consistía en quitar a las antorchas los restos carbonizados de los trapos, poner otros nuevos y rociarlos de aceite, para que las antorchas pudiesen arder de nuevo. El icono bíblico sirve para aprehender el sentido profundo de la statio como preparación de nuestras lámparas, las antorchas del corazón que andan en no pocas ocasiones carbonizadas, llenas de las cenizas de la rutina y la mediocridad, ennegrecidas por el tejido requemado de las desilusiones y el aturdimiento por tantos reclamos, muchos de ellos amplificadores de voces con falsas promesas de dominar todas las situaciones.
Preparar la escucha de la Palabra, que queremos acoger en nuestra lectio divina, requiere este ir quitando los trozos carbonizados de nuestras antorchas, y poner trapos nuevos con aceite nuevo, para que arda nuestro corazón, y salga al encuentro de Cristo-Esposo –aunque a medianoche–, tan pronto como escuchemos la voz que anuncia su llegada.
Este es el primer paso de este itinerario oracional. Seguiremos hablando de los demás pasos de la lectio divina. Seamos tórtolas en espera del regreso del Señor, no seamos buitres amenazantes, seamos audaces para vivir en medio de nuestros trabajos sin perder el hilo del corazón de la vida. Todo el que vive este silencio orante se deja interpelar por Dios que le pregunta: ¿Dónde está tu hermano?, y recibe la fuerza de responder en el día a día, haciendo suya la urgencia de Jesús que sigue repitiendo: “¡Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán!” (Mt 28, 10)