El gran ausente

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Alguien hasta ayer respetado, puede que admirado, puede que envidiado, puede también que temido, hoy, convertido en apestado, despreciado, detestado, se encuentra arrojado como un monstruo en medio de todas las páginas.

A mi mente, espero que deformada por el evangelio, sube la imagen de aquella mujer sorprendida en flagrante adulterio, a la que, con la ley en la mano, una multitud de pretendidos inocentes se disponía a lapidar.

Recuerdo aquel episodio, no tanto por el culpable a quien se pretende lapidar, cuanto por los inocentes que se sienten legitimados para hacerlo.

Todos, en aquel otro tiempo, se sentían distintos de aquella mujer, todos se estimaban mejores que aquella mujer, todos se veían superiores a aquella mujer…

Hasta que un dedo comenzó a escribir en el suelo…

Nadie sabe lo que Jesús escribió. Sólo sabemos que aquellos distintos de la mujer, aquellos mejores que ella y superiores a ella, todos aquellos legitimados para apedrearla, se fueron marchando uno a uno, empezando por los más viejos.

Aquel día de Jesús y de la adúltera, día en que fueron honradas la verdad, la justicia y la piedad, no encontrará eco en este otro día que nos ha tocado vivir: hoy, para la vida social y política, el monstruo ya ha sido lapidado, y quienes han hecho su ejercicio de justicia, volvieron a casa, no ya con la conciencia tranquila, sino con el orgullo del deber cumplido, pues eso de lapidar, que lo mandaba entonces la Ley, la grande, la de Dios, lo manda hoy esa ley, más grande aún, que todos llevamos grabada a fuego en la piedra del corazón: la ley de lo correcto, de lo asumido, de lo respirado…

En estos días, en este mundo nuestro de puros e impuros, de normalidades y monstruosidades, tampoco encuentra eco el viejo y escandaloso mandato del amor: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser… Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

Amarás y buscarás al que está perdido. Amarás y recuperarás al que ha sido abandonado al borde del camino. Amarás y vendarás al que encuentres herido.

Amarás…

En estos días y en este mundo nuestro de mentiras, corrupción e hipocresía, nadie se preguntará por la escuela en la que se enseña a violar, a humillar, a acosar, a asesinar, a encubrir crímenes y delitos…

Pero la vida continúa escribiendo en el suelo: El mar es un cementerio de hombres, mujeres y niños a los que nuestras opciones políticas, nuestra indiferencia distraída, y nuestras manos impolutas han empujado fuera de la vida… Los caminos de la inmigración están llenos mujeres a las que nosotros, con nuestra arrogancia y nuestra palabrería, hemos condenado a la violación, a la prostitución, a la vejación continuada de su dignidad… A través de la política, la información, la educación, la distracción, hemos reducido la mujer a hembra, a receptáculo efímero de un desahogo animal… El misterio de la relación sexual lo hemos encerrado en la banalidad de un “sí es sí”, sin caer en la cuenta de que estábamos degradando a la mujer y al hombre a la condición de cosas, objetos, producto, mercancía, que, sin riesgo de terminar en los tribunales, se pueden adquirir y utilizar indistintamente –basta un sí-, y pueden después olvidarse mutuamente sin nostalgia ni reproche…

¡Qué lejos nos hemos quedado de aquel mandato anacrónico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Amarás a las víctimas como a ti mismo… amarás a los pobres como a ti mismo… amarás a todos como a ti mismo… Amarás hasta perder la vida por quien ni siquiera te lo ha pedido ni te lo va a agradecer…

En la historia de estos días, el gran ausente es el amor…

O tal vez haya de decir que el gran ausente eres tú, Jesús.