La riqueza de escucharnos mutuamente, con apertura a acoger lo que piensan y sienten los demás, no es frecuente a nivel existencial. Sí a nivel de discursos, pero con dificultad en la vida cotidiana. Y esto nos empobrece a todos. Al menos, mi experiencia es que, en el último compartir fraterno, las hermanas me enriquecieron con sus aportaciones.
Una de ellas, exponía un fragmento breve de su lectura personal que decía:
“Quien se pasa toda la vida frenando, rechazando, pisoteando, no consigue proponer a la vida otra cosa que gestos de negación y de retirada. La iniciativa y la creatividad, como el amor, vienen sólo de una apertura interior. Esta es la fuente de esa tristeza opaca y un poco tonta, que vemos con demasiada frecuencia entrar y salir de las iglesias y de los templos”.
Señalaba esta hermana la importancia de esta apertura interior, y la necesidad de tomar conciencia de cómo son nuestras entradas y salidas. ¿Sólo la tristeza y el cansancio salen y entran de nuestras iglesias?
Ciertamente, los que llevamos más de veinte años impartiendo y acompañando cursos de crecimiento personal, sabemos por experiencia que el crecimiento humano de todos pasa y se inicia por una apertura interior. Y el crecimiento humano está inseparablemente unido al progreso espiritual. Porque la dimensión interior y espiritual de la persona no está separada de la percepción sensorial y la dimensión externa de todos nosotros. Toda la verdad del ser humano no es “visible”[1] o tangible. El amor no lo vemos, tampoco la inteligencia, ni otras muchas realidades humanas, pero cuando están ausentes se nota, y cuando están presentes también lo notamos.
Del mismo modo el actuar de Dios es en lo secreto, desde el corazón, donde ha sido derramado el Espíritu Santo, que es real, aunque no físicamente tangible. A este actuar silencioso del Espíritu Santo, creo se refería el Papa León cuando nos decía a todos que el Espíritu abre las fronteras, ante todo, dentro de nosotros. Es el Don que abre nuestra vida al amor. Y esta presencia del Señor disuelve nuestras durezas, nuestras cerrazones, los egoísmos, los miedos que nos paralizan, los narcisismos que nos hacen girar sólo en torno a nosotros mismos.
Y como consecuencia, el Espíritu abre también las fronteras en nuestras relaciones. Entonces somos capaces de abrirnos a los hermanos, de vencer nuestras rigideces, de superar el miedo hacia el que es distinto, y gozar del compartir fraterno y de las riquezas que los hermanos nos aportan a la vida, no dejando que los malentendidos y los prejuicios intoxiquen nuestras relaciones.
Finalmente, el Santo Padre decía que el Espíritu abre las fronteras también entre los pueblos. El sueño de fraternidad universal que todos llevamos en el corazón. Pero estoy convencida que esta apertura tiene que ser precedida de las otras dos. Es todo un sendero a recorrer juntos, pero merece la pena.
[1] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, ¿Qué es el hombre? Un itinerario de antropología bíblica, Documentos 75, Biblioteca Autores Cristianos, Madrid 2020, 375.