NACIMIENTOS – MUERTES – RENACIMIENTOS
¿Qué es lo esencial? Me acompaña esta pregunta desde que me pidieron escribir este artículo… desde esa perspectiva, en búsqueda y pisando terreno sagrado, quiero acercarme a este tema de la misma manera que quiero acercarme cotidianamente a la vida.
Por eso empiezo hablando de la vida y sus ciclos. Las personas –y también las instituciones– tienen ciclos vitales. Vivir y morir son procesos íntimamente relacionados, inseparables. Mi breve pero continuo e intenso contacto con las culturas asiáticas a lo largo de estos últimos años me ha ayudado a redescubrir esta realidad de la vida, expresada ya con tanta fuerza por las primeras comunidades mientras recogían sus memorias de Jesús en los Evangelios: “Si el grano de trigo caído en tierra no muere, no produce fruto; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24) 2 .
Cuando una mujer va a dar a luz, está triste, porque le llega su hora. Pero cuando ha dado a luz a la criatura, no se acuerda de la angustia por la alegría que siente de haber traído un ser humano al mundo (cf. Jn 16, 21).
Si vamos entendiendo existencialmente que vivir y morir son partes innatas del mismo proceso, iremos encontrando sentido y dignidad tanto en la vida como en la muerte. Es importante poder entender y acoger la vida y la muer-te como dos caras de la misma moneda, como aspectos de un proceso ilimitado en el espacio y el tiempo. Nosotros no hemos aprendido que la muerte es parte de la vida, ni a familiarizar-nos con ella. La cultura occidental nos ha enseñado a mirar a la muerte como algo a lo que hay que temer. La supravaloración de la apariencia de juventud también nos envía un mensaje similar. Desde muy temprana edad los niños/as deberían aprender que así como hay vida, hay muerte. Tendríamos que ayudarlos a entender que la muerte se entrelaza con la vida y que a todos los seres vivos les llega la muer-te, y con ella la posibilidad de renacer. “Lo que tú siembras no llega a tener vida si antes no muere” (1 Cor 15, 36).
Probablemente el aprendizaje teórico lo tenemos hecho, pero ¿cómo hacer este aprendizaje existencial, nosotros que ya no somos niños? Quizás tomar conciencia, darnos cuenta de que en cada instante de tiempo hay cambios en nuestros procesos mentales y corporales –las células del cuerpo están constantemente sufriendo estos procesos–, nos sensibilizaría a reconocer en ellos pequeños nacimientos y muertes, y nos ayudaría a aprender que en la vi-da cotidiana, en sus distintos ámbitos y dimensiones, hay constantes ocasiones de nacer, morir y renacer.
Morimos cada día un poco cuando las experiencias de la vida nos invitan a desprendernos de viejos hábitos, costumbres, tendencias… que nos atan. Sin embargo, la muerte vivida como término de una existencia nos impide ver que a lo largo de una sola existencia nos enfrentamos a varias “pequeñas muertes” 3 que nos empujan a un renacimiento, a una nueva visión de la vida. Morimos para renacer. También ese es el fundamento de nuestra fe.
Nacimiento-muerte-renacimiento, ciclo vital de personas e instituciones. Como la semilla sembrada en tierra que muere para germinar y crecer, para producir fruto: primero el tallo, luego la espiga, y después el grano en la espiga. Y cuando el grano madura, muere de nuevo… se siega, ya que el tiempo de la cosecha ha llegado (cf. Mc 4, 26 – 29).
En este proceso de transformación, de renacimiento, pasamos por la oscuridad de la tierra que nos envuelve. En ese momento sólo permanece lo esencial; y a pesar de nuestros mie-dos y dudas, sólo queda soltar, dejar que nuestros viejos esquemas mueran para posibi-litar el nacimiento de algo nuevo.
¿PERVIVENCIA? ¿HUMILDAD?
El Diccionario de la Real Academia Española define la palabra “pervivir” como “seguir viviendo a pesar del tiempo o de las dificultades”. No puedo evitar preguntarme qué es el tiempo para nosotros.
Se supone que nuestro sistema solar se formó hace unos 4.600 millones de años. En la Tierra, nuestro planeta y uno de sus planetas, la vida surgió 1.500 millones de años después; o sea, hace más de 3.000 millones de años. Contrastada con esas enormes cifras, la aparición del ser huma-no es relativamente reciente, ya que data de hace apenas unos tres o cuatro millones de años. Entre tantos miles de millones de años, podríamos decir que el ser humano es una especie nueva en el planeta. Pero nuestra historia es antropocéntrica y perdemos de vista las innumerables voces de la diversidad que resuenan en la gestación del universo y de la tierra.
Para nuestras mentalidades contemporáneas, la historia –no lo que concebimos como prehistoria– surge a partir de lo que consideramos el desarrollo de las primeras civilizaciones: Sumeria, Egipto, la antigua China, el Valle del Indo… allá por los años 4.000 y 3.000. Un ínfimo lapso de tiempo si lo comparamos con la vida del planeta y más aún del universo.
La historia de la Vida Religiosa cristiana se remonta al tiempo de los padres y madres del desierto en los primeros siglos del primer milenio de la era cristiana, hace aproximadamente
1.800 años. ¿Qué es esto dentro de los millones de años de vida del universo? Sabemos cuándo nacimos como Vida Religiosa, pero pervivir ¿hasta cuándo?
Quizás tendríamos que aprender de la sabiduría bíblica: “Enséñanos la medida exacta de nuestros días para que adquiramos un corazón sensato” (S 90, 12).
UNA MIRADA A LA VIDA RELIGIOSA
NACIMOS – CRECIMOS – MORIMOS – RENACIMOS
Los orígenes de la Vida Religiosa nos hablan de una inquieta búsqueda, de intuiciones, de osadías, vividas por mujeres y hombres que tienen sed del sueño de Dios en un mundo en el que el cristianismo oficializado va perdiendo la frescura del Evangelio. Ellos intuyen que para retomar contacto con la sencillez evangélica hay que cortar con los privilegios de una religión oficializada por el Imperio, y buscan un lugar geográfico de separación: el desierto. En el desierto escuchan el sutil silencio, sienten la brisa suave del Dios que pasa (cf. 1 Re 19, 12). La opción del desierto es poder estar donde se puede ver y gozar de la Divina Presencia. “El monacato del desierto (…) es más una actitud de espíritu, una mística de la soledad, creada por las nuevas circunstancias históricas del cristianismo, que un simple espacio geográfico que se elige como morada” 4. Desde entonces, el sello que acompañará esta manera de vivir será convertirse en memoria profética de Jesús, de su Buena Noticia allí donde haya una ruptura, una desarticulación entre el sueño de Dios y lo vivido y proclamado en la comunidad eclesial.
Hacer memoria de estos orígenes implica preguntarnos qué es lo esencial y auténtico, qué es lo que ha sostenido esta pasión por el Dios de la vida manifestado en Cristo Jesús (cf. Rom 8, 39). Pregunta que me gustaría nos acompañara mientras nos adentramos breve y somera-mente en el caminar de la Vida Religiosa.
La Vida Religiosa sigue en movimiento. De la soledad se va pasando a recrear el sueño de las primeras comunidades de la iglesia primitiva: Pacomio, Basilio el Grande… y con ello empieza a institucionalizarse la inquieta búsqueda de los inicios. Este estilo de vida empezó a ser atractivo para sacerdotes y obispos, y poco a poco, mientras se entremezclaba con el estado sacerdotal, se fue desdibujando su laicidad. San Agustín y San Basilio crearon nuevas formas de vida monástica al servicio de la comunidad eclesial.
Europa acogerá las intuiciones de los padres y madres del desierto, y retraducirá la expe-riencia del monacato oriental fundamental-mente a través de Juan Casiano, que la transmite en su Collationes Patrum. También hubo mujeres que abrazaron esta manera de vivir: Melania la Mayor, Marcela, Sofronia, Felícitas, Marcelina, hermana del obispo de Milán, Fabiola, Paula, Blesina, Paulina, Estoquia, Rufina, Melania la Joven… 5 .
Posteriormente brotará con fuerza el monacato benedictino. La intuición de San Benito, expresada en sus abadías y en la Regla de los Monjes, se entrelaza con la sociedad de su tiempo. La estabilidad benedictina – obediencia a la sencillez de la historia – se convierte en palabra silenciosa para el nomadismo y las invasiones. La paz monástica, vivida en fraternidad, es gesto elocuente ante la violencia de la sociedad. La hospitalidad, signo de la acogida a peregrinos, pobres, enfermos, en quienes reconocían a Jesús, pobre entre los pobres. Los tiempos cotidianos, con sus ritmos de oración y de trabajo, ora et labora dos expresiones litúrgicas en las que se reconoce y da gloria a la Divina Presencia. A lo largo de los siglos posteriores, las abadías benedictinas se convirtieron en cuidadoras de la cultura y de la vi-da intelectual europea.
Las ciudades van creciendo desmesurada-mente y como consecuencia aparecen terribles pestes y epidemias. En el siglo X nacen las Fraternidades Hospitalarias, como el Buen Samaritano. Visitan y cuidan a los enfermos, descubren en ellos al Cristo sufriente.
Mientras tanto, el monacato también se mezclará con el poder oficial, con las clases altas y ricas, alejándose del ideal de la pobreza y sencillez evangélica y pareciéndose un poco al feudalismo de la época. Hay intentos de reforma con Benito de Aniano y con la Reforma de Cluny. Pero “el Benedictinismo había concluido su ciclo de novedad monástica porque el contexto socio-religioso de principios del siglo XIII ya no era el mismo de los siglos anteriores” 6.
Y es en esa encrucijada donde brotan las nuevas búsquedas e intuiciones de las órdenes mendicantes. Francisco de Asís y Domingo de Guzmán sueñan con la frescura del Evangelio, desean la humildad y la sencillez, no grandes monasterios sino conventos humildes y sencillos en medio de las ciudades, una nueva manera de estar en una sociedad distinta, pobreza comunitaria, predicación itinerante, presencia solidaria en los márgenes: leprosos, herejes… profecía en una Iglesia rica y preocupada por defender la fe en las Cruzadas.
Entre los siglos X y XV surgen los Clérigos Regulares. Son sacerdotes, obispos y cardenales que hacen vida en común viviendo una Regla monástica. También había algunos laicos conversos procedentes de las familias de los canónigos o de movimientos apostólicos en los que se dedicaban a la predicación itinerante.
En el siglo XVI nacen las órdenes masculinas de enseñanza, la Compañía de Jesús, las Sociedades de Vida Apostólica, y las reformas posteriores al Concilio de Trento, fundamentalmente la Cisterciense y la Carmelitana. El mundo había cambiado de nuevo. Era necesario responder a las exigencias de una sociedad abierta a nuevos horizontes.
En los siglos posteriores nacen las congregaciones Religiosas de votos simples dedicadas a la misión apostólica. También hubo mujeres osadas que en medio de las contradicciones y persecuciones por el hecho de ser mujeres, se atrevieron a fundar congregaciones o a reformar antiguas órdenes.
¿Para qué este breve e incompleto recorrido, que por otra parte conocemos? ¿Para qué acercarnos a estos hombres y mujeres que, seducidos por el Dios de la Vida e interpelados por el contexto de su tiempo, se arriesgan a crear algo diferente? Para volver al lugar donde nacimos, para sentirnos parte de un carisma mayor que la Divina Ruáh ha entregado a la comunidad eclesial, para dejar que renazca la pasión; por-que es imposible renacer, repensarnos sin acercarnos a esta historia que nos envuelve a todos. Y para constatar que, en el constante fluir de la vida, también los estilos de Vida Religiosa y los institutos pasan por el proceso de los ciclos vi-tales: nacimiento – muerte – renacimiento.