Llega con sus lenguas de fuego la celebración anual de Pentecostés y se cierra el tiempo de Pascua. La Iglesia, bautizada en el Espíritu, sale a los caminos del hombre para llevar a todos, con la gracia del evangelio, el don de la vida eterna.
Sopla el viento de la vida:
Aquella noche, la última de Jesús con sus discípulos, las palabras, también las de la oración, se arenaban en calas de tristeza. Pero eran palabras semilla que llevaban dentro la eternidad de la vida: “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo”.
Tus palabras, Jesús, se nos quedan dispersas en el alma, ecos entrañables de un diálogo celeste, palabras tuyas y del Padre, de Dios para Dios, misterios que nos sobrepasan. Pero no hablabas del Padre y de ti, sino de los tuyos, de los suyos, de tu Iglesia, de nosotros; hablabas de vida y de conocimiento, hablabas de vida eterna, vida verdadera, la sola a la que el nombre conviene en plenitud, la vida que es conocer al Padre y conocerte a ti.
Conocer… La vida es conocer. El que a nosotros nos llamó amigos, a sí mismo se llamó vida, y de ambos nombres se entiende la razón: “a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”. Ese conocimiento es vida celeste, entiéndase verdadera, eterna, perfecta; por eso, para ti que crees, Jesús, el que te da el conocimiento del Padre, es la Vida.
Ese conocimiento, que es vida, sólo puede ser espiritual: echará raíces en las arenas de nuestro desierto sólo cuando el Espíritu Santo nos lo enseñe todo y nos recuerde todo lo que Jesús nos dijo.
Tú necesitas conocer para vivir, y el Espíritu de Dios es el maestro que viene a ti para enseñarte. No dejes de escuchar su voz, y no dejarás de aprender a Cristo Jesús, no dejarás de transformarte en Cristo Jesús, no dejarás que se apague en ti la llama divina de la vida eterna.
Se enciende el fuego del amor:
Si has conocido al Padre y a Jesucristo, si has conocido a Dios, no pienses que has añadido un saber a los que ya tenías, pues aquí se trata, no de saber más, sino de ser cada vez más lo que se va sabiendo.
Si aprendes a Dios, es que Dios vive en ti y tú vives en él. Si aprendes a Cristo el Señor, también tú podrás decir con el apóstol: “Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”.
Pero, ¿cómo puedes vivir en Dios y puede Cristo vivir en ti? La fe te sugiere que esa posibilidad tendrá que ver con el amor, pues “el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios… porque Dios es amor”. El que ama, ése conoce; con todo, me pregunto todavía: ¿cómo puedes amar para conocer si no conoces para amar? No puedes, ¿verdad? ¡No podemos!
Pero el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”. El amor es don que se te hace para que conozcas, y conociendo vivas, y de ese modo Cristo viva en ti.
Hoy es la fiesta del Espíritu que se nos ha dado para que encienda en el corazón de los fieles el fuego del amor que arde en el seno de Dios.
Dios es amor: lo es en Dios y lo es en ti.
Ahora ya puedes entonar tu salmo personal, tu cantar de los cantares, tu alabanza al que te ama: “Bendice, alma mía al Señor. ¡Dios mío, qué grande eres! Que le sea agradable mi poema, y yo me alegre con el Señor.”
Espíritu de comunión:
A la humanidad, agitada desde el hombre viejo por un espíritu de división, el hombre nuevo, Cristo Jesús, le ofrece un Espíritu de comunión.
Ese Espíritu no se nos ha dado para esconderlo bajo la tierra de nuestros miedos, sino que su poder se ha de manifestar en cada uno de nosotros para el bien de todos.
En ese único Espíritu hemos sido bautizados todos para formar un solo cuerpo.
Ahora, bajo la acción del Espíritu, ya puedes decir con todos: “Jesús es el Señor”, y las palabras de tu oración serán a un tiempo profesión de fe, grito de esperanza, declaración de amor.
Ahora puedes decir con todos: “¡Abba, Padre!”, y las palabras serán reconocimiento de tu condición filial, memoria de tu libertad, descanso del alma, prenda de gloria.
Ahora, con el Espíritu, preparas el pan de la Eucaristía, comes de lo que has preparado, y, para perderte en el que amas, te dispones a ser transformada en lo que has comido, en Cristo.
Ahora, Iglesia de Dios, deja que resuene en tu corazón el anhelo del mundo: “El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven! Y quien lo oiga, diga: « ¡Ven!»… ¡Ven, Señor Jesús!”.