El domingo de la vida eterna

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“Yo soy el buen pastor –dice el Señor-, conozco a mis ovejas, y las mías me conocen”.

En la comunidad reunida, en la palabra de la Escritura que escuchamos, en la Eucaristía que recibimos, en los pequeños a quienes acudimos, en todo reconocemos a Cristo resucitado, en todo nos encontramos con él, en todo comulgamos con él –que es como abrazarle hasta ser uno con él-, y, al mismo tiempo, no dejamos de hacer memoria de Cristo crucificado, memoria de aquel que nos amó hasta el extremo, y así, clavado en la cruz, se mostró como nuestro buen pastor.

Somos el pueblo del crucificado, las ovejas de su rebaño.

Siendo de condición divina, este pastor “se despojó de su rango” para salir en busca de ovejas perdidas; “tomó la condición de esclavo” para liberarlas a todas; y descendió a lo hondo de la condición humana, donde nos habíamos perdido, la única donde podía encontrarnos y cargarnos en sus hombros.

Él es el pastor que nos guía; has oído su voz: “Ven y sígueme”.

Él ha querido ser nuestro alimento; has oído que te invitaba a su mesa con la insistencia del amor: “Tomad y comed: esto es mi cuerpo”; “tomad y bebed: este cáliz es la nueva alianza en mi sangre”.

Él es nuestro libertador: de la mano de Jesús salimos de la esclavitud, con él atravesamos el mar hacia el gozo, hacia la vida.

Aquel crucificado es el buen pastor, el que da la vida por sus ovejas.

Ahora, fijos los ojos en su cruz, fijos los ojos en él, hacemos nuestras las palabras del salmista: “Aclama al Señor, tierra entera».

¿Por qué dices: “aclama al Señor” si estás aclamando a un crucificado? Porque en aquel crucificado la fe ha reconocido a tu Dios, a tu Creador, a tu Señor, a tu Pastor.

Y continuaremos diciendo: “Servid al Señor con alegría”. De ese modo nos animamos unos a otros para que todos sirvamos a aquel a quien hemos aclamado: a Dios, a Cristo Jesús, al buen Pastor, al Crucificado, a los crucificados.

Y aún añadiremos: “Entrad en su presencia con vítores”. Y no te asombra la paradoja, pues en aquel Pastor crucificado la fe contempla al Cordero victorioso que quita el pecado del mundo.

No dejes de mirar el crucificado: es el Señor, es tu Dios. Puedes decir con Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” Y añadirás con el salmista: “Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño”. Tú le dices a Dios: “Dios mío”. Y tu Dios te dice: “Pueblo mío”.

No dejes de mirar hacia la mesa de tu Eucaristía: haz memoria de Cristo Jesús, de sus palabras, de sus gestos, de sus hechos, de su muerte y resurrección, y verás en él al Padre que lo ha enviado, verás en el rostro de Jesús el rostro de Dios, y se llenarán de novedad las palabras del salmista: “El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades”.

Y cuando hagas tu comunión, escucharás susurrado en lo secreto de tu corazón: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna”.

Hoy te dirán con verdad: _Es el domingo de Cristo buen pastor.

Y tú dirás con verdad: _Es el domingo de la vida eterna con que el buen pastor nos apacienta.

Feliz encuentro, feliz comunión, con la Vida, con Cristo.