EL DEMONIO DEL MEDIODÍA

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El salmo 91 es la oración confiada de quienes “habitan al amparo del Altísimo y viven a la sombra del Omnipotente”. Esos se sienten seguros y, por eso, no temen cuando aparece el peligro. El salmo califica poéticamente el peligro de “espanto nocturno, flecha que vuela de día, peste que se desliza en las tinieblas”, y (ahí está la última metáfora que me interesa) “epidemia que devasta a mediodía”. Pues bien, si ustedes van al texto latino de la traducción conocida como Vulgata, hecha por san Jerónimo, verán que no habla de epidemia, sino de “demonio meridiano”.

Los monjes, que rezaban el breviario en latín, se encontraban con esta expresión todos los domingos en el rezo de completas. Sin duda hay muchos tipos de “demonios”, sobre todo si nos atenemos al significado de otra de las palabras que los designan: diablo. Etimológicamente diablo es “el que separa”, el que miente para crear discordia y desunión, el que crea odio y pone a unas personas contra otras. Su presencia, por tanto, resulta muy fácilmente detectable. El “demonio del mediodía” crea un tipo especial de discordia.

¿Qué es el demonio meridiano? No es la lascivia, como pretende Umberto Eco en su novela “El nombre de la rosa”. Se trata de una experiencia que hacían los monjes de los siglos IV y V, que vivían en los desiertos y descubrieron que, a la hora del mediodía, cuando el sol aprieta con más fuerza, resultaba difícil seguir rezando. El monje ya no siente la alegría de cantar las alabanzas divinas, puesto que le invade el sopor y anda triste y malhumorado. Su voluntad decae, pierde la alegría. Este detalle explica que los teólogos medievales, como Tomás de Aquino, identificaran el demonio meridiano con la acedia, la falta de empuje, la desgana para hacer el bien, la pereza.

Las personas afectadas por el demonio meridiano nunca están contentas, viven inquietas, siempre cansadas, siempre huyendo de sus responsabilidades: necesitan cambiar de casa, de trabajo, de lugar, de amistades. Nada les satisface, todo les aburre. Según el Papa Francisco una de las tentaciones que acechan a los agentes de pastoral es la acedia, el cansancio, la falta de motivaciones, que se manifiesta en la búsqueda de proyectos irrealizables, en no aceptar la costosa evolución de los procesos y querer que todo caiga del cielo, en la falta de paciencia y en no saber esperar. Y también en gobernar a base de documentos, prestando más atención a sus “hojas de ruta” que a las personas. “El inmediatismo ansioso de estos tiempos, concluye Francisco, hace que los agentes pastorales no toleren fácilmente lo que signifique alguna contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz”.