Ya en la recta final de la cuaresma nos encontramos con este evangelio de Juan. Y descubrimos a un Jesús con «el alma agitada» sabiendo que la «hora», la suya, había llegado.
Petición anticipada con respecto a los sinópticos que sitúan esta suplica trágica en Getsemaní. Aquí se condensa la certeza del grano que va a ser enterrado, el darse hasta las últimas consecuencias.
Pero esta muerte violenta que Jesús prevé no es un acto heroico aislado, ni un final escrito con anticipación. Sino que es la conclusión «lógica» de un amor desproporcionado de un Dios desproporcionado que no podía tener cabida en los corazones llenos de las seguridades del miedo, de lo mezquino controlable y controlador, de concepciones de Dios hechas a medida de triunfos y grandezas. No podía caber en los esquemas de los fuertes, de los pagados en seguridad mentirosa de sí mismos («Gracias Señor por no ser como ese publicano»).
Jesús había dicho y hecho demasiado escándalo amoroso. Vertido excesivamente esas medidas generosas, colmadas y remecidas de perdón y de misericordia en contra del Sábado, del Templo, de los «profesionales» de lo divino que se creían amigos fuertes de Dios. Y todo en favor de los más pequeños, de los enfermos que no tenían médico y de las ovejas que ya nadie buscaba.
Y esta medida exagerada solo podía caber en un lugar: la cruz. Lugar de locura de amor, de desproporción de donación, de engendramiento de vida insospechado pero fértil en un ciento por uno hermoso.
Y desde aquí sí que escuchamos al Padre, con el alma triste, que dice su «lo he glorificado y volveré a glorificarlo» también sobre nosotros.