EL ABRAZO

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(José, Cardenal Tolentino de Mendonça). El filósofo de linaje rabínico Martin Buber enseñaba: «El mundo no es comprensible, pero es abrazable». Con esta frase, se refería no solo al mundo exterior, sino también al mundo específicamente humano, al universo interno, esa porción de experiencia y misterio que emerge con cada persona de manera única en el tiempo. Siempre hay un momento en el que tenemos que decirnos a nosotros mismos: «Lo más importante es no entender», «Lo más importante es abrazar» y abrazar incluso lo que no entendemos. De hecho, la grandeza del abrazo es que, a menudo, puede llegar a donde no llega la comprensión. Y esto se debe a que el abrazo acepta la separación ontológica que significa la piel del otro y el pelaje de la realidad, deteniéndose cerca de la piel. La comprensión a menudo desea diseccionar, sueña con una interpretación exhaustiva, quiere descifrar el secreto. El abrazo reconoce que hay una piel en este lado y en el otro y que, incluso en la intimidad de las relaciones, esta película perdura. Aristóteles ya explicó, por ejemplo, que cuando tocamos no cancelamos un tipo de separación que persiste entre nosotros y la realidad, una distancia mínima nunca suspendida que nos advierte contra el mito de la coincidencia total y la ilusión de fusión absoluta. Acercarse a los demás no es consumirlos como si pudiéramos reducirlos a objetos.

En una de sus obras poéticas más famosas, «Elegías de Duino», que ofreció a la escritora rusa Marina Cvetaeva, el poeta Rainer Maria Rilke, se preguntaba: «Nos tocamos unos a otros / pero ¿cómo? desde las alas. / A través de sus propias distancias / nos tocamos”. La belleza del abrazo es que no está destinado a ser una red para capturarse entre sí. El abrazo es humilde. Siente que solo podemos acercarnos, sin tratar de aprovechar o, incluso, acceder a la plenitud del otro. El abrazo es aceptar tocar no tocando. Por lo tanto, el abrazo es el momento de encuentro en el que tiene lugar el contacto, pero también es el momento siguiente, cuando la separación se asume como una forma profunda de comunión. El abrazo que no se cierra sobre el otro, sino que siempre se abre más, ese es encuentro. Y se puede describir (y vivir) como la apertura mutua y hospitalaria a esa epifanía de futuro que es un rostro.