Abundaban las lecturas de vidas de santos, algunas amenas y otras aburridísimas. Cada día se leía el martirologio, con narración detallada de los tormentos; de algunos solían salir milagrosamente indemnes pero si les cortaban la cabeza eso ya no tenía remedio, como si, en el degüello, el poder divino se quedara sin recursos. Cada día teníamos otra media hora de lectura comunitaria, esta vez de clásicos de espiritualidad (Dom Columba Marmion, el P. Philipon, Romano Guardini…) que escuchábamos mientras cosíamos. Luego estaba la lectura personal, que se “negociaba” con la maestra o con la superiora. Recuerdo que empecé con interés la «Teología de la Caridad» del P. Royo Marín hasta que llegué a la explicación de cómo la caridad no crece por adición y ponía el ejemplo de un termómetro a 25° que de ninguna manera puede subir. Para que aumente, hacía falta un acto más intenso, o sea, de 26°, porque los otros no aumentaban el grado esencial de la caridad. Me puse a intentar hacer actos de caridad que no fueran remisos, pero la imposibilidad de comprobar si me subía o no el termómetro me decepcionó y no seguí con el libro.
Esta etapa creo que nos aportó buenos “nutrientes” y nos familiarizó con autores y temas de espiritualidad que nos configuraron por dentro. No estoy segura del interés y el tiempo que dedicamos hoy a leer pero se me ocurren algunas prácticas para favorecer la lectura: recordar libros y autores que nos han marcado y preguntar a otros por los suyos; volver a leer algunos textos y darnos cuenta de cómo nos llegan ahora; agradecer la luz y el crecimiento personal que les debemos; asomarnos a una biblioteca o a una librería; leer las reseñas de libros que aparecen en las revistas. Puede pasarnos como al autor de Apocalipsis cuando decía: “Tomé el librito de mano del ángel y lo comí: en la boca sabía dulce como la miel” (Ap 10,10). Y dejo la cita a medias porque lo que sigue es fuerte y puede desanimar a quienes están poco motivados.