Dos amores

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Otra vez ponen a prueba a Jesús con una pregunta, en este caso: Cuál es el mayor mandamiento de la Ley. Y Jesús, de forma maravillosa, une a dos seres antes separados, casi antagónicos: Dios y ser humano. Separados por espacios de sacralidad, por normas de pureza, por castas que mantenían el monopolio de lo sagrado. Por aquellos que cargaban a los demás con fardos imposibles de llevar mientras ellos no movían ni un dedo (todo esto puesto en pasado se puede poner en presente).
Y Jesús rompe la frontera, anticipa la ruptura del velo del Templo, y une al ser humano y a Dios en un mismo mandamiento de amor. De un amor desmedido: «con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu espíritu». Y al prójimo, al apaleado del camino de samaritano, a la adúltera, a los leprosos o a la hemorroisa (tanto da), como a uno mismo. Ese improbable hacer de los demás nuestra propia carne, convertirlos en intimidad propia, dolernos con su dolor porque es el nuestro y alegrarnos con sus alegrías porque nos pertenecen. Extender esa «sola carne» a todos los seres humanos.
Y el experto de la Ley se queda con la boca abierta pensando que así es imposible amar a un Dios prójimo y nosotros lo mismo, en esa incredulidad acomodaticia de sentir lejanía en lugar de proximidad. Y Jesús sonríe por dentro pensando: «para Dios no hay nada imposible»

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