Para responder, y reaccionar a esta interpelación, hemos de hacer un camino interior, una peregrinación como la de Abraham, que no se detiene cuando Dios le dice: “Sal de tu tierra” (Gn 12,1), una salida que en hebreo se traduce: “Ve hacia ti mismo”2. Es oportuno iniciar este camino interior diciendo al Señor: Enséñanos a hacer un breve viaje, a llegar hasta nosotros, para llegar hasta Ti. Este viaje lo haremos con la ayuda de la parábola del publicano y el fariseo; dejaremos resonar de fondo en nuestro retiro ese bendito interrogante: ¿Dónde estás, fariseo? ¿Dónde estás, publicano?
[Lectura orante de Lc 18,9-14]
En el texto se dice que dos hombres subieron al Templo a orar, cada uno hace su oración a Dios, pero la finalidad de la parábola no es confrontar una oración y otra, a ver cuál es la mejor; sino que nos habla de la relación con Dios de todo hombre, que ha de sufrir una transformación a lo largo de su historia. A nuestro fariseo interior se le otorga la posibilidad de convertirse en un publicano interior. Bajemos a la escena, respiremos el aliento de vida que hay en ella, y no perdamos este momento de gracia para nuestras vidas, hacer este camino interior.
Destinatarios de la parábola
El evangelista introduce la parábola indicando a quienes se dirige, se trata de personas con dos rasgos concretos: tenerse por justos y despreciar a los demás. El verbo griego usado significa “despreciar por tener en nada”, y San Lucas lo utiliza también para indicar la actitud de Herodes en el proceso de Jesús (cf. Lc 23,11). Aterricemos preguntándonos: ¿En mí se dan estos rasgos que se dieron en Herodes? ¿Me tengo por justo? ¿Desprecio a los demás valorándolos en nada, usándolos para mi conveniencia?
El primero que es enfocado en la escena bíblica es el fariseo, separado y erguido, como su nombre indica.
El fariseo
Este es uno de los protagonistas de la parábola, por su palabrería ocupa mucha escena. Su nombre significa “separado”, y eran personas con una sola preocupación, no desviarse de la Ley escrupulosamente. Se distinguían por buscar afanosamente una perfección, pero no dejándose moldear por Dios, sino por idolatría a su ego. Para la mayoría del pueblo eran hombres que inspiraban respeto, eran piadosos, no aceptaban desviaciones ni laxismos. Creo que en muchas ocasiones no están los fariseos lejos de nosotros. Preguntémonos: ¿En mi día a día vivo en la rigidez y enfermiza normatividad? ¿Me siento mejor que otros, a los que considero menos “auténticos” que yo? En segundo plano vemos al publicano, tan inclinado que apenas se le ve.
El publicano
Los publicanos eran personas encargadas de recaudar –a cuenta del Imperio Romano– los diezmos, impuestos y derechos de aduana. Eran normalmente hebreos que habían comprado este cargo, seducidos por las ventajas que de él se derivaban. El gobierno les confiaba la tarea de recaudar estas sumas a partir de mínimos, y les dejaba la libertad de establecer niveles de impuestos mayores, dando al gobierno solo los mínimos. Este margen les permitía enriquecerse, pero eran acusados por el pueblo de explotadores.
Así, pues, estos dos hombres suben al Templo. El fariseo simboliza al hombre piadoso e íntegro. El publicano evoca la inmoralidad y la vergüenza3. Frente a ellos es sano preguntarse: ¿Mi servicio, rol, cargo… es de compra y venta, sopeso ventajas e inconvenientes? O por el contrario ¿son entregas gratuitas, sin beneficios propios? Todo esto se va a reflejar en nuestra vida de oración y relación con Dios.
Veamos las palabras y actitudes de estos dos hombres.
Palabra clave y actitud de los dos personajes
– “…No soy como…”. Esta frase es la que más resuena en la oración del fariseo. Parece una acción de gracias, porque atribuye a Dios sus cualidades humanas. Pero, al mismo tiempo, él se pone en primer plano, tal como lo indica la insistente repetición de la primera persona del singular: “te doy gracias… no soy… ayuno… doy el diezmo…”. Subrayando su diferencia, el fariseo marca una separación: a un lado él, y al otro lado los demás hombres, que son pecadores, como el publicano.
– “…Ten piedad de mí…”. En la oración del publicano hay pocas palabras, y un solo grito pidiendo compasión. Su actitud se caracteriza por tres rasgos: “Manteniéndose a distancia”, “no se atrevía a alzar los ojos al cielo”, y “se golpeaba el pecho”. En el fariseo sus palabras y sus actitudes se corresponden, son una invocación de ayuda. Su súplica: “ten compasión de mí”, literalmente significa “se propicio hacia quien se ha equivocado” (ilaskomai). Está pidiendo a Dios que se muestre acogedor y bueno con él. Nadie le muestra bondad, todos le rechazan, solo le queda Dios.
Desde estos dos orantes, yo diría que la oración es el marcador espiritual de toda la vida, nos muestra que es lo que alienta todos nuestros pasos.
El marcador espiritual: la oración
Es más, estos dos hombres cohabitan y oran en nosotros mismos, que somos el templo de Dios. Jesús viene a darnos luz, contrapone dos tipos de actitudes del corazón, que determinan el comportamiento: un orante da gracias por lo que es, por las propias capacidades, que hacen de él un ser especial, distinto de los demás; el otro conoce su miseria, pero aspira a no quedarse solo, despreciado y pide ser amado. Este último es el que nos muestra la vía del encuentro con Dios. Ambos los llevamos dentro todos.
El fariseo, con su modo de ser, tiende a encerrarse en sí mismo, en su pretensión de ser el único artífice de la propia salvación e idolatra su ego. El publicano es consciente de su iniquidad, y espera en la misericordia divina al suplicar: ¡Oh, Dios, sé propicio conmigo! Ambos han hallado el camino de la interioridad, pero los dos no se encuentran con el Señor que habita en lo profundo de todo ser. El fariseo usa a Dios como caja de resonancia para su propia gratificación, no propicia un encuentro en transparencia. El publicano grita su propia indigencia, mirando la propia verdad.
La oración aparece en esta parábola como reveladora de una cierta actitud hacia Dios y hacia los hombres. La oración es el barómetro espiritual de sus vidas de relación. Estos dos personajes nos remiten –no tanto a la oración– como a lo que somos todos: en ocasiones llevamos una máscara de honestidad para quedar bien con todos, pero también somos caminantes en devenir, avanzamos hacia el reconocimiento de las carencias que nos habitan, en una búsqueda sincera de autenticidad.
Representan los dos rostros de cada uno de nosotros. El rostro honesto, el que mostramos a los demás buscando ser valorados y aceptados; y el rostro vulnerable y de miserias, que preferimos esconder y no mostrar. Los dos coexisten en todos nosotros, pero el segundo es camino más directo para ir a Dios.
Volvamos al principio y preguntémonos: ¿Dónde estamos nosotros?
¿Dónde estamos nosotros?
De verdad dejémonos golpear por esta pregunta: ¿Dónde estás, fariseo? Este orante parece como si se deslizase en un estado de falsedad o de ilusión, día tras día, engaño tras engaño, que le vuelve ciego a su propia verdad. Ya ni se interroga. A veces conserva algo por dentro que le interpela, aquella bendita voz del principio que sigue resonando: ¿Dónde estás, Adán?, pero no contesta.
Es más, el fariseo no pide nada, solo dice: “gracias”, pero se sirve de este “gracias” como de un espejo, en el que contempla lo único que le interesa en este mundo: él mismo, o mejor, su máscara externa, su imagen de hombre de buena voluntad, a la que se esfuerza por conformarse día tras día, en un trabajo agotador.
El fariseo es fiel imagen de la omnipotencia, el deseo de liberarse de la propia condición humana, tratando de llegar a ser lo que no se es. O bien, en otros términos: tomarse por Dios o considerarse Dios. Se trata de un comportamiento frecuente, pero no es fácilmente reconocible, porque la mayoría de las veces, esa actitud de omnipotencia se asume en vistas del bien, si no lo hago yo, no lo hace nadie. Pero esto está cayendo desde que la humanidad entera está bloqueada y condicionada, sin poder, ante un pequeñísimo virus. Entre las manifestaciones de omnipotencia podemos citar, por ejemplo, no aceptar en la propia vida errores, o en la vida de los demás, no aceptar las debilidades y la fragilidad del ser humano.
Resuena también en el trasfondo de esta parábola otra pregunta complementaria: ¿Dónde estás, publicano? Su oración, no es un complacerse en el error. En ella el publicano abre la herida de su corazón, la mira cara a cara. Reconoce la ausencia de algo en él. Y desde este lugar de ausencia invoca a su Dios, desde lo hondo de su herida original, que desde siempre no deja de atravesarle. Él no habla, él grita hacia Dios. Su oración revela un deseo de no estar solo nunca más, de no ser rechazado nunca más. Y por eso su vida interior se abre a un encuentro, él invoca a alguien a quien confía su verdad.
En esto reside la diferencia con el fariseo, que está lleno de sí mismo, el publicano, crea espacio dentro mostrando su vacío para que Dios lo llene de su misericordia.
Y precisamente por esa actitud interior suya, –que no es un esfuerzo sobre sí mismo, sino más bien un abandonarse al poder de Otro–, Dios lo reconoce.
Este es el sentido del “volver a casa justificado”, saberse llamado por su nombre, por pura gracia recibida, sin ningún mérito. Literalmente, el Evangelio lucano dice: “Bajó a su casa justificado, antes que aquel” (kat`ekeinon)4. Al fariseo no se le niega la justificación, pero le queda más camino que recorrer hasta llegar a ella, primero tendrá que despojarse de sus máscaras y llegar a su verdad.
Realmente, la gran tentación del ser humano es dejarse seducir por el poder, la apariencia, el cuidado del escaparate, y el qué dirán, y rechazar esta comunión con la propia vulnerabilidad y pequeñez, a la cual llegó el publicano. Y sin embargo esta es la senda para encontrarse con Dios.
No nos volvemos luminosos mirando a la luz, sino sumergiéndonos en nuestra propia oscuridad, que se convierte en un oscuro tesoro, lugar de encuentro real con Dios y su inmensa compasión.
Este descenso a la oscuridad, como hace el publicano de la parábola, es el que nos permite gritar a Dios con sinceridad. Él está en este lugar interior, oscuro pero abierto, lo cual permite no acusar, no echar culpas a otros, no sobrevalorarse a sí mismo ensoberbecido. Este lugar interior nos indica el camino hacia el corazón.
¿Camino día a día hacia el corazón, quitando máscaras y engaños? ¿Quién soy yo? ¿Cuál es la verdad de mi vida? ¿Dónde está Dios?
¿Dónde está Dios?
De la primera cuestión: ¿Dónde estás, Adán? Nace otra pregunta esencial: ¿Dónde está Dios? No la dejemos pasar. Yo diría que Dios está allí donde se le deja entrar. Pero un gran maestro, Martín Buber, frente a este interrogante dijo: “Dios quiere entrar en su mundo, pero quiere entrar a través del hombre. He aquí el misterio de nuestra existencia, la posibilidad sobrehumana del género humano”5.
Cuando el hombre abre la puerta, Dios puede entrar junto a él. Esta apertura interior, del alma y del corazón, puede realizarse a través de diferentes encuentros humanos y espirituales, que nos sitúan en el camino que nos lleva a reencontrar nuestro justo lugar junto a Dios. Entre estos encuentros, que pueden marcar nuestra existencia, y constituir momentos profundos de transformación, se puede contar este día de nuestro retiro, igual que fue decisivo aquel día que el publicano subió al templo a orar, bajó a su casa con la justificación misericordiosa de Dios en el corazón.
Nuestro retiro comenzaba por esa cuestión vital: ¿Dónde estás, hombre? Pero comenzar por sí mismo, no es para acabar en sí mismo. Es sano tomarse como punto de partida, pero no como meta; conocerse, pero no preocuparse de sí, de manera que terminemos absorbidos por nuestro ego. Comenzamos por: ¿Dónde estás, Adán? Para terminar por hallar la respuesta a: ¿Dónde está Dios?, habiendo recorrido el camino hacia el corazón. Para regresar al Señor, primero hay que volver al propio corazón. En el hombre interior habita Cristo, en el hombre interior somos renovados a imagen de Dios y por Él.
1 Cf. Aubin, C., De la oración a la psicología en: S. González Silva (Ed.), Más allá de nuestras fragilidades, Publicaciones Claretianas, Madrid 2013, 93-112.
2 Cf. Avellaneda Ruiz , P., Unción y Banquete, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 2016, 90-94.
3 Cf. Aletti, J-N., Quand Luc raconte. Le rècit comme théologie, Editorial Cerf, “Lire la Bible” 115, París 1998.
4 En esta frase no hay ninguna negación en el texto original griego. Lo que aparece es kata + ekeinon, y kata+acusativo tiene sentido temporal. La traducción de “antes que aquel” de J. O’Callaghan es correcta y fiel al original. Cf. Baltz, H., – Schneider, G. (Eds.), Diccionario Exegético del Nuevo Testamento I, Ediciones Sígueme, Salamanca 1996, 2207s.
5 Cf. Buber, M., Il cammino dell’uomo, Editione Qiqajon, Comunitá di Bosé, 1990.
Sugerencias. Preguntas para la reflexión personal
1.- ¿Dónde estás, fariseo? ¿Dónde estás publicano?
2.- ¿A qué distancia estás dentro de ti mismo? ¿Cómo has llegado hasta ahí?
3.- ¿En mi día a día vivo en la rigidez y enfermiza normatividad? ¿Me siento mejor que otros, a los que considero menos “auténticos” que yo?
4.- ¿Dónde estamos nosotros?
5.- ¿Camino día a día hacia el corazón, quitando máscaras y engaños? ¿Quién soy yo? ¿Cuál es la verdad de mi vida? ¿Dónde está Dios?
6.- Al final del día de retiro reserva como un tesoro una hora de compartir comunitario de nuestras vivencias con este Evangelio.