Desde entonces me gusta pasar un test: si la resurrección fuera una música ¿qué música sería? Nos viene el aleluya de Haendel y esas sinfonías con todas las voces incorporadas en un crescendo conmovedor. ¿Y si fuera un árbol? Solemos imaginar un árbol muy frondoso, en plena floración o desbordado de frutos. Pero en los Evangelios no es así, las señales son discretas, no lo reconocen cuando aparece. Una música casi imperceptible que necesita atención para ser escuchada, y un árbol al que hay que acercarse para descubrir sorprendidos que está cuajado de yemas. Me emocionan los signos tan humanos de la resurrección: pronunciar con afecto el nombre de los que amamos (Jn 20, 16), mostrar las heridas curadas (Jn 20, 20), preparar un almuerzo por sorpresa (Jn 21, 12)… y es suficiente para reencendernos el corazón y enviarnos de nuevo a echar con otros las redes de la vida.
Regresaba de un viaje un poco entristecida, por el amor tan estrecho que experimento a veces, y un matrimonio ya mayor venía a mi lado, me gustó ver que tenían sus manos cogidas. Casi nos despedíamos cuando al preguntarme en qué trabajaba le dije que era religiosa: “ya me parecía a mi”-comentó el marido. Y fue entonces cuando a ella se le cubrió el rostro de luz. Me contó que uno de sus hijos estuvo en la cárcel y que una religiosa de su barrio iba a visitarlo cada semana, entonces me quería besar las manos y yo besé también las suyas. “¡Es tan buena vuestra vida para los demás!”, me dijo; y aquella mujer “me resucitó” cuando venía enredada en mis propios temores. Desde aquí quiero agradecer a la hermanita de la Asunción que les llevó tanto amor y dignidad, y a todas las mujeres que en muchas mañanas de Pascua caminan con sus perfumes hacia las realidades lastimadas. ¡Son tan discretos y generosos los signos de la resurrección!