Dios pan

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Algunas situaciones de la vida a fuerza de repetirse se convierten en banales y acaban pasando casi desapercibidas. Algo parecido nos puede llegar a suceder con la eucaristía. 

Es cierto que la eucaristía es la fuente y el culmen de nuestra existencia, pero no siempre lo vivimos de esa manera. Nos acostumbramos a comer y a ver al Amor en un trozo de pan y un poco de vino y el asombro se nos escapa entre los dedos y el corazón se mantiene desentendidamente frío. Como a los de Emaús nos suenan muchas palabras, infinitos gestos, pero los sueños nos deshabitan. Y como Tomás necesitamos ver para creer, sin fiarnos, con la incredulidad de los seguros y satisfechos. 
Pero Dios sigue siendo pan que se come y vino que se bebe, siempre en comunidad, como medida generosa y rebosante. Para todos, no sólo para unos pocos privilegiados porque ninguno tenemos la dignidad suficiente; pero Dios pan no se cifra en dignidades o títulos o méritos sino en empeño por su parte de entrar en nuestra casa y habitarnos. 

Pan y vino partidos y derramados en gesto que perdura desde los comienzos de la Iglesia y que es herencia de todo el pueblo de Dios y no propiedad de una casta sacerdotal. Para Dios pan no hay cotos, ni alambradas, ni puertas cerradas, ni prohibiciones rituales porque es él mismo quien se sigue derramando en amor entregado por todos y cada uno. Milagro cotidiano y accesible. 

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