La parábola de este domingo quiere escenificar cómo tenemos que orar sin desanimarnos. Orar no es solo pedir, es mucho más. Es una actitud de vida que sabe que hay alguien que nos escucha, alguien que nos cuida… aunque no responda a nuestras expectativas primeras, aunque no cumpla nuestros deseos.
No es un acto mágico, es mucho más profundo: es el que ofrece un sentido a los acontecimientos de la vida, a nuestras relaciones. Este horizonte de sentido es a lo que se refiere la parábola de la viuda insistente ante ese juez a quien no le importa ni Dios ni los hombres.
Y la palabra clave en todo ello, dentro de este contexto de tribunal, es el de justicia. Justicia que no es vindicativa, que busca la venganza o el provecho propio. Es la justicia de los millones de Lázaros de la historia, de esos desprotegidos porque no cuentan, porque no tienen siquiera el estatuto de humanos. Es la justicia de los que son llamados bienaventurados porque lloran, son perseguidos, tienen hambre de justicia, buscan la paz, son limpios de corazón… Todos ellos tienen algo en común: su apuesta por los demás desinterada que hermosea sus lágrimas, su esfuerzo pacífico, sus persecuciones por el Nombre del que trae la paz, su inocencia serena y realista que nos descubre a los demás un mundo diverso y esperanzado…
Todos ellos mantienen esa fe en la tierra que hace posible la justicia del Dios Justo en su misericordia. Que hace posible que todas las victimas de los hombres a lo largo de la historia no se borren de nuestra memoria que quiere parecerse al corazón del Padre.