Dios del mundo, mundo de Dios

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Siempre me ha llamado la atención eso que dice el capítulo primero del cuarto evangelio a propósito de la Palabra de Dios y, en definitiva, de Dios mismo: “vino a los suyos” (in propia venit). Los suyos somos nosotros. Eso significa que sin nosotros Dios no está completo, le falta algo que es propiamente suyo. En Jesucristo queda claro, de una vez siempre, que Dios es del mundo y el mundo es de Dios. Ahí me parece que tenemos una de las diferencias entre el primer testamento y el nuevo. En la Escritura cristiana queda más claro que en la de Israel la universalidad del amor salvífico de Dios. Para el Nuevo Testamento, el Dios de Israel abre fronteras para convertirse en Dios de todos los seres humanos.

Uno de los mejores teólogos del siglo XX, Karl Barht, ofrece la siguiente reflexión: “A través de Jesucristo, Dios ha demostrado, haciéndolo visible, audible y perceptible, que Él amaba al mundo, que Él no quiso ser Dios sin tal mundo, sin los hombres, sin ningún individuo en particular. Y en el mismo Jesucristo, Él ha demostrado, haciéndolo visible, audible y perceptible, que el mundo, al igual que todos los hombres y que cada individuo en particular, no pueden existir sin Él. La demostración de que Él pertenece al mundo, y este mundo le pertenece a Él, es la opción y la obra de Su amor en Jesucristo, el reino del hijo de Su amor”.

Es fuerte eso que dice Barht: Dios no quiso ser Dios sin los hombres. Pero eso es lo propio del amor: no querer ser sin el otro, no querer teniéndose a sí mismo sin el tú amado. Por otra parte, si aceptamos de verdad que Dios no quiso ser Dios “sin ningún individuo en particular”, o sea, con todos y cada uno de los seres humanos a los que conoce personalmente por su nombre, eso significa que cuando rechazamos a un ser humano estamos rechazando una “parte”, algo propio de Dios.

Por lo demás, decir que ningún “individuo en particular” puede existir sin Él, no es una afirmación imperialista. Es una convicción cristiana que debemos expresar con respeto hacia los que no la aceptan. La Iglesia es la que conoce esta gran verdad. Y en esto se distingue del resto de los seres humanos. Por su conocimiento del amor universal de Dios, no por ser más amada que aquellos que lo desconocen. El conocimiento no aumenta el amor recibido de Dios; quizás da una mayor calidad de vida al conocedor del amor, y siempre crea más responsabilidades. La responsabilidad de vivir de acuerdo con lo que se sabe y de responder en función de lo que se sabe.