Sor Gemma Morató i Sendra, OP., (15/04/2025).- Dios lo puede todo, sí, pero no actuará jamás contra nuestra voluntad. No violará la libertad que nos fue dada desde el principio y que nos permite escoger, decidir, construir o destruir. Por eso, cuando contemplamos ciertas realidades actuales de la vida consagrada, nos asalta una pregunta: ¿de qué sirve suplicar milagros si nuestras actitudes y estructuras contradicen profundamente el espíritu evangélico que decimos seguir?
Muchos rezan por la beatificación o canonización de sus fundadores o de hermanas y hermanos que vivieron con entrega, pero a menudo no nos damos cuenta de que esos milagros que pedimos no se producen sin nuestra colaboración. Unos lo desean con toda el alma; otros no creen en los altares y otros; además, con su vida, hacen que esta gracia no sea merecida. Dios no obrará prodigios en medio de la incoherencia, la tibieza o la contradicción flagrante. Dios lo puede todo, pero no sin nosotros.
Hay quienes desean sinceramente la santidad, quienes creen todavía en la posibilidad de una vida entregada, luminosa, generosa. Pero también hay quienes, con su manera de vivir, dificultan que esa gracia llegue a fructificar. No es una acusación gratuita, es una constatación dolorosa. La vida consagrada, en algunos lugares (gracias a Dios aún hay mucha vida), se ha ido desdibujando bajo capas de individualismo, rutina, autosuficiencia y cierto conformismo mundano.
Aunque asumimos nuestra fragilidad humana —llamada por algunos pecado, por otros simplemente limitación o mal—, no podemos dejar de señalar que actitudes como la envidia, la comodidad instalada, los abusos (de poder, conciencia, económicos, afectivos), y una mirada crítica sin caridad están erosionando el verdadero rostro del consagrado y la consagrada en algunas comunidades. El resultado es una imagen que poco tiene que ver con la belleza evangélica que inspiró a nuestros fundadores.
Hay hermanas y hermanos santos —silenciosos, discretos, fecundos—, pero también hay dinámicas que conviene destapar
Mi fundadora decía: «Sed dulces sin debilidad, graves sin altivez, corregid sin cólera». Palabras llenas de sabiduría, hoy más necesarias que nunca. Porque, sí, hay hermanas y hermanos santos —silenciosos, discretos, fecundos—, pero también hay dinámicas que conviene destapar:
- Vivir solas: ¿opción o claudicación?
Una tendencia cada vez más frecuente —y preocupante— es la de permitir que hermanos o hermanas mayores con muchos años de vida consagrada vayan a vivir «solos o solas» en apartamentos que no les falta nada pero que no son comunidad, o se busque o busquen una residencia solos/as o con otros/as, aunque tarde o temprano alguno/a quedará solo/a. Aquí no hablamos de residencias pensadas para religiosos/as de una congregación o intercongregacional. A veces, se trata de decisiones personales (siempre ha habido casos pero no era lo habitual), otras, de ofrecimientos institucionales que buscan resolver situaciones con comodidad, pero no con profundidad evangélica.
¿Es este el final deseado para una vida que ha sido consagrada en comunidad?
¿Es este el final deseado para una vida que ha sido consagrada en comunidad? ¿Cómo hemos normalizado lo que siempre fue una excepción? ¿Dónde queda la fraternidad cuando más vulnerable es la persona? ¿Hay miedo a no ser cuidados, es dejadez o pérdida de lo esencial de nuestra vida, es no querer asumir a la vista de todos el peso de los años, es el deseo de recuperar lo irrecuperable…?
- Comunidades como lugar de pernoctación
Religiosos y religiosas que hacen de la comunidad un lugar de pernoctación y, por tanto, se convierten en consumidores de comunidad a todos los niveles, no simplemente el económico. Un día casi se me salieron los ojos de las órbitas cuando lejos de ninguna pretensión pregunté a una hermana con quién vivía y me respondió que ella siempre llegaba a la noche y no sabía exactamente quién había en la comunidad.
Aquí no hay nada, ni implicación real ni en la vida comunitaria ni en la misión. Son usuarios de comunidad, más que en partícipes de una experiencia compartida. El “vivir juntos” se transforma en un simple “cohabitar”.
. Fines de semana como escapatoria
Otra práctica extendida: el uso del fin de semana como vía de escape hacia la familia de origen, abandonando responsabilidades comunitarias o pastorales. Se compran regalos para familiares y amigos, se disfruta de libertad, pero a costa de dejar solos a los mayores, o a los jóvenes que comienzan en la vida fraterna en comunidad.
Todo esto, muchas veces, con recursos comunes que se administran sin rendición de cuentas ni espíritu de pobreza, abusando del poder que se tiene: ser el superior/la superiora, el ecónomo/la ecónoma, el director/la directora…
- El gusto por lo negativo
No faltan quienes se alimentan de la crítica constante, que parecen encontrar placer en lo que no funciona, en lo que se rompe, en lo que fracasa, sólo escuchan y alargan conversaciones llenas de desastres. Personas que rara vez celebran lo pequeño, que no ven la belleza en los gestos sencillos ni la bondad que aún habita nuestras comunidades.
Esta negatividad sostenida no es simplemente un defecto de carácter: es una manera de vaciar de esperanza la vida compartida. Critican pero siempre desde la barrera, nunca asumiendo responsabilidades.
No es normal
Perdón, esto no es normal, si es que esta palabra aún se puede utilizar, o la mundanidad se ha infiltrado tanto en nuestras comunidades que ya todo nos parece relativo.
¿De verdad creemos que en este contexto es razonable pedir milagros? ¿O es que esperamos que Dios obre mientras nosotros bloqueamos la acción de su Espíritu con nuestras incoherencias?
La vida consagrada no necesita milagros espectaculares. Necesita conversión. Necesita recuperar el fuego del primer amor, la alegría del Evangelio, la pasión por el Reino. Sólo así tendrá sentido elevar súplicas por la beatificación o canonización de alguien que dio su vida por los demás, porque entonces habrá una comunidad dispuesta a ser signo visible de ese amor.
Sí, Dios puede hacer milagros, pero también espera que nosotros hagamos nuestra parte, cuenta con nosotros y nuestra fidelidad y consecuencia. Que reconstruyamos la comunión, que purifiquemos nuestras intenciones, que vivamos lo que profesamos. Porque, en definitiva, la santidad no es un privilegio para unos pocos, sino una tarea común, una responsabilidad compartida. Y, como dijimos al principio: Dios lo puede todo… pero no sin nosotros.