Cuando aquel pueblo suyo estaba naciendo de su amor, Dios lo soñó como una heredad preciosa a sus ojos, la más querida para él: “Vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos… seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”.
Y así vio Jesús, en los días de su misión, al pueblo con el que Dios había soñado: “Gentes extenuadas y abandonadas… como ovejas que no tienen pastor”, humanidad enflaquecida, debilitada, como si nadie jamás la hubiese amado.
Jesús ve, se compadece, y apremia a sus discípulos para que importunen a Dios: “que mande trabajadores a su mies”, trabajadores que vean a los oprimidos por el mal y se compadezcan de ellos, hombres y mujeres que, para aquella mies, sean ojos, corazón y manos de Dios, y expulsen espíritus inmundos, echen demonios, limpien leprosos, curen toda enfermedad y dolencia, resuciten muertos, hagan realidad en el campo del mundo el sueño de Dios.
Eso fue Jesús: un obrero de Dios entre los pobres; un ungido por el Espíritu del Señor, un enviado a ser buena noticia para los pobres.
Eso quiso Jesús que fuesen sus discípulos. Primero les dio autoridad, que es algo así como darles el Espíritu Santo que él había recibido. Y después los envió, como él mismo había sido enviado, a “proclamar que el reino de los cielos está cerca”, que otro mundo es posible, que en el reino hay lugar para todos los que van por la vida “como ovejas sin pastor”.
Y eso mismo estamos llamados a ser hoy los que llevamos el nombre de Cristo Jesús, los que hemos sido bautizados en ese nombre para seguir de cerca los pasos de Cristo Jesús, para que él viva en nosotros, para que nosotros vivamos en él: hombres y mujeres con el Espíritu de Jesús, hombres y mujeres que, con la autoridad de Jesús, se enfrentan al mal que aflige a la humanidad.
Eso es lo que estamos llamados a ser, pero no parece que lo seamos.
No es tan difícil identificar el que es hoy mundo rico con el que fue hasta hoy mundo cristiano.
No es tan difícil ver en la injusta riqueza de ese mundo rico la causa de la inhumana pobreza que aflige a la mayor parte de la humanidad.
No es tan difícil identificar como contraria al evangelio, contraria a la encarnación de la Palabra divina, blasfema contra el Dios de Jesús de Nazaret, contraria a la fe cristiana, una religión que tranquiliza las conciencias mientras los pobres mueren a millones sin que ni siquiera les permitamos que se acerquen al pan –horror en un naufragio en el mar Jónico: “ni rastro del centenar de mujeres y niños que viajaban en la embarcación”-.
No es tan difícil constatar que, si dejamos morir a los pobres, profanamos la palabra de la revelación, hacemos blasfemas nuestras oraciones, que no pasarán de ser un insulto a la piedad de Dios, una burla siniestra de la compasión de Cristo Jesús. Hoy se me helaron en los labios las palabras del invitatorio matutino a la oración: “Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrar en su presencia con vítores. Sabed que el Señor es Dios, que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño”.
Los pobres, desde sus cuerpos olvidados en desiertos y mares y fosas comunes, son el tornasol que deja a la vista la acidez engañosa y corrosiva de nuestras vidas.
Entonces una voz dentro de mí recuerda que tal vez sean ellos, ellos solos, los que pueden rezar con verdad las palabras del invitatorio. Los demás, si la gracia de Dios no lo remedia, sólo las profanamos.