Y la vida de Jesús es una imagen de este descenso continuo.
Descenso en dos sentidos: hacia el interior y hacia lo más alejado.
El primer sentido es esa forma de ver del Samaritano, más allá de las apariencias. De lo exterior que nos condiciona juicios y maneras. De entender la realidad, casi siempre por comparación excluyente desde una pretensión de ser mejores (no es raro meter a Dios por medio en ello). Esto supone una conversión, nacer de nuevo… Y muchas veces, casi cada día.
La segunda dinámica, la del descenso hacia los alejados también necesita de la previa conversión repetida. Porque es más cómodo permanecer en el centro, en lo seguro. No sentarse a comer con pecadores y prostitutas.
El descenso a los infiernos no es solo un artículo del Credo que se pasa de puntillas. Es la dinámica de la vida cristiana. Es apostar por estar por encima del escándalo que esto siempre produce a los bienpensantes y bienhacientes. Es cargar con la cruz de los demás que aquí se hace propia. Es acercarse al abismo amoral y, a veces, caer en él, como uno más, como todos.
Todo ello choca frontalmente con la ideología religiosa que separa profano de sagrado, puro de impuro. Pero Jesús la rompió hasta la extenuación de una muerte en Cruz y de una Resurrección que asume en el mismo Padre el descenso continuo: hacia lo interior y hacia lo más alejado.
Por ello, antes de ascender hay que descender.
Es más, hay que ascender descendiendo.
Feliz fiesta de la Ascensión.