«Nunca nos despedimos»: 2020 pasará a la historia como el año de las condolencias suspendidas, de las despedidas perdidas
(Arnaldo Pangrazzi, mi). Es también un año de luto para la Iglesia y sus representantes que no han podido ejercer plenamente su ministerio, tanto desde el punto de vista sacramental como de acompañamiento pastoral. Me refiero, en particular, a los capellanes que trabajan en diversos contextos (hospitales, residencias de ancianos, pabellones psiquiátricos, centros para discapacitados, hospicios y cuidados paliativos), pero también a los sacerdotes que trabajan en las parroquias, y a las consagradas y diáconos implicados en el ministerio de la consolación.
Covid-19: protagonista absoluto
El término “contagio” tiene connotaciones positivas en los buenos tiempos y se utiliza en expresiones como: “Una risa contagiosa”, “Contagio de entusiasmo”, “El contagio de la alegría o la bondad”.
Significa difundir o multiplicar la energía positiva.
Hoy la palabra “contagio” tiene un significado muy diferente y un protagonista bien definido, la Covid-19.
En su definición etimológica, la palabra contagio procede del latín contagium y significa “tocar”, “estar en contacto”.
En el contexto sanitario, el contagio es la transmisión de un virus, que en latín significa “veneno”, y que puede tener consecuencias graves, a veces mortales.
Virus o bacterias desconocidos, a menudo procedentes del mundo animal, afectan a las células humanas y provocan síntomas de naturaleza y gravedad variables: leves, moderados o complejos.
Los vehículos de transmisión del virus incluyen: heces, sangre, relaciones sexuales, vías respiratorias, contacto (incluyendo caricias, besos, abrazos).
A lo largo de los siglos, los contagios (pestes, viruela, gripe española, gripe asiática, VIH, ébola) han diezmado poblaciones y cambiado el curso de la historia. La Covid-19 no es ciertamente la peor pandemia que ha afectado a la humanidad, gracias a las medidas de contención adoptadas por los gobiernos, pero destaca por su alto nivel de contagio y su impacto planetario.
2020: etapas de un viaje con Covid-19
Volvamos al significado de contagio, ya que este tema tiene fuertes implicaciones no solo para la propagación del virus, sino también para las resonancias pastorales.
Intentemos hacer una lectura de este acontecimiento histórico, para descifrar los signos de los tiempos y discernir la presencia de Dios en el mundo actual.
La metáfora del viaje ayudará a delinear, por un lado, las emergencias causadas por el contagio –a nivel sanitario, social, económico y existencial– y, por otro, los desafíos pastorales que surgen de la crisis, especialmente en relación con los más vulnerables, como los enfermos, los ancianos, los discapacitados, los moribundos y los afligidos.
El viaje se estructurará en torno a seis paradas que representan lugares de sufrimiento humano y de esperanza, pero también provocaciones para la acción pastoral.
Las paradas pueden leerse como estaciones del camino de la cruz que se abren a la resurrección.
El contagio del despojo de falsas certezas
A principios de 2020, empezaron a circular noticias sobre un virus que se inició en el mercado de Wuhan y se extendió por China. En ese momento éramos espectadores de una alarma lejana que no nos afectaba directamente.
Sentados frente al televisor comentábamos el comportamiento de los chinos, su ritmo frenético para contener el contagio, su iniciativa de construir un hospital de campaña en pocos días.
Entonces, con una velocidad imprevisible, la Covid-19 llamó a las puertas de nuestros hogares y arrasó con infinidad de “frágiles seguridades”.
En pocas semanas, el mundo entero se vio abrumado y devastado por la presencia de un virus invisible que traspasó las fronteras, sin importar la geografía, la cultura, el color de la piel, la condición social o la afiliación religiosa.
Ante la agitación provocada por el contagio, la primera consideración es reflexionar sobre las falsas creencias a las que a menudo estamos anclados. Entre ellas está la ilusión de creer que lo que ocurrió en China nunca nos ocurrirá a nosotros, al igual que, en otras circunstancias, cultivamos la expectativa irreal de que el cáncer, un accidente de coche o la muerte no pueden afectar a nuestra familia, porque sería una injusticia inaceptable.
El contagio fue un brusco despertar, un baño de realismo esencial para disipar supuestos ilusorios y falaces.
El desafío pastoral dictado por el virus sugiere que en la catequesis, la predicación y el diálogo con la gente, hagamos hincapié en la conciencia de la precariedad de los bienes, incluidos la salud y la vida, y recordemos que todo es un don antes de ser derecho, todo es temporal antes de ser seguro, todo es mortal antes de ser eterno.
El contagio del miedo
En su imparable carrera, el virus se ha adueñado de las calles, ha paralizado las grandes ciudades, se ha apoderado de teatros y estadios y ha puesto de rodillas a las empresas. Covid-19 ha impedido que los niños jueguen en los parques, que los jóvenes se reúnan con sus amigos, que los profesores se reúnan con sus alumnos, que los enamorados se casen, que las iglesias celebren servicios religiosos. Los grandes centros religiosos del mundo, desde La Meca hasta Jerusalén, desde Roma hasta Bangkok, han quedado vacíos.
La Covid-19 sembró rápidamente el pánico entre los ancianos, sobrecargó las unidades de cuidados intensivos de los hospitales, impidió que los moribundos y sus familias se despidieran, llenó las páginas de los obituarios, llenó los crematorios de ataúdes y privó a los muertos de su “derecho” a un entierro digno.
Los gobiernos de los distintos países han tratado de oponerse a su inconmensurable poder emitiendo decretos e invitando a los ciudadanos a colaborar en la medida de lo posible, utilizando mascarillas, lavándose las manos con frecuencia, manteniendo la distancia física y renunciando a sus derechos, como la libertad de movimiento, para salvaguardar su propia salud y la de los demás. Las consignas, reiteradas por los medios de comunicación, eran: “Quédense en casa”, “Juntos lo lograremos”.
El sentimiento omnipresente es el miedo, sentido por algunos como una preocupación comprensible para permanecer vigilantes y prudentes, por otros experimentado como una obsesión o ansiedad paralizante.
El miedo revela diferentes caras: hay quienes temen ser infectados o contagiados, quienes están preocupados por las consecuencias económicas de la crisis, quienes se alarman por tener que ser hospitalizados en unidades de cuidados intensivos, quienes sienten ansiedad por la posibilidad de morir.
El reto pastoral es recordar, primero a uno mismo y luego a los demás, que no se puede eliminar la aprensión y el miedo, sino que hay que aprender a gestionarlos de forma constructiva.
Jesús también experimentó el miedo: basta recordar su angustia en el Huerto de los Olivos: “Con angustia oraba más intensamente, y su sudor se volvía como gotas de sangre que caían al suelo” (Lc 22,44).
Se revela a los apóstoles, a merced de las olas, diciéndoles: “Ánimo, no temáis” (Mc 6,50) y, antes de ascender al Padre, les tranquiliza: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
El agente de pastoral, a través de su presencia o de sus palabras, intenta consolar a los perdidos con la promesa de Jesús: “No tengáis miedo, yo estoy con vosotros siempre”.
El miedo se alivia con la oración, la respiración profunda, el compartir con alguien, el contacto con la naturaleza, la escucha de la Palabra, el encomendarse a Dios.
El contagio de la fragilidad y la impotencia
La mitad de la población mundial está bajo “arresto domiciliario” y naciones enteras están sometidas a un difícil toque de queda, mientras las plazas son patrulladas por las fuerzas del orden para garantizar el respeto de las normas. La propagación del contagio ha hecho necesario el cierre de bares y restaurantes, la interrupción de las escuelas, la limitación de los viajes y la instalación de termo-escáneres en las residencias de ancianos, los centros para discapacitados y los hospitales.
La acción arrolladora del virus ha derribado los mitos de la autosuficiencia, la omnipotencia, la productividad y ha impuesto una reflexión sobre el tema de los límites, la precariedad, la impotencia.
Hemos pasado de la medicina de los milagros a la medicina de los límites. Los enormes esfuerzos para la investigación de una vacuna no han aplacado el impresionante aumento de accidentes y muertes. Vivimos “suspendidos” en el tiempo, entre el doloroso trabajo del presente y la atormentada espera de un futuro mejor.
Mientras tanto, la gratitud de los ciudadanos se dirige a quienes, en primera línea (médicos, enfermeros, virólogos, trabajadores de ambulancias…), hacen todo lo posible por salvar vidas y reconfortar a los afligidos.
También la Iglesia está inmersa en el mar sin límites de la impotencia y la vulnerabilidad. Para frenar el contagio, incluso los líderes religiosos se han adherido humildemente a las directrices del gobierno suspendiendo los servicios públicos, posponiendo la celebración de bodas, bautizos, primeras comuniones, confirmaciones y funerales. Es una elección dolorosa y prolongada con un reguero de heridas, comprensibles sentimientos de culpa, desconcierto espiritual.
A nivel pastoral, este “signo de los tiempos” ha obligado a la Iglesia a asumir su doble papel de “ayudante y ayudada”, “sanadora y enferma”, “consoladora y consolada”.
Podríamos hablar de una Iglesia en las trincheras, obligada a renunciar a su tradicional papel de proximidad al servicio de los débiles y los heridos, para observar en silencio y en la oscuridad, como los apóstoles en el Cenáculo, esperando la luz. Una imagen emblemática de la Ecclesia dolens es la representada por el papa Francisco caminando solo por la plaza de San Pedro para rezar a los pies del crucifijo, en unión con la humanidad herida.
En cierto sentido, el virus ha mortificado a la Iglesia convirtiéndola en una sierva secundaria de la ciencia, una comunidad restringida en el ejercicio de los ministerios de diaconía, leitourgia y koinonía.
A los sacerdotes y capellanes les resultaba difícil digerir la percepción de una presencia no esencial, y sufrían por tener que limitar o renunciar al consuelo espiritual de los enfermos y moribundos.
En la pandemia, los pastores han recuperado el valor de “estar con” los heridos, mediante la comunión espiritual, la espera paciente, la confianza en la gracia, en lugar de depender del “hacer”.
El contagio de la soledad
La interrupción de la Covid-19 ha aumentado inevitablemente el índice de soledad humana, especialmente en las residencias de ancianos y en las unidades de cuidados intensivos, que están cerradas no solo a los familiares, sino también a los psicólogos, trabajadores sociales, capellanes y voluntarios.
Las restricciones impuestas, también para evitar el contagio, han dado prioridad a la atención de la salud biológica, pero han puesto “patas arriba” el bien general de los ancianos y moribundos, que se ven privados del consuelo afectivo de sus seres queridos y del apoyo religioso en los momentos críticos.
La necesaria pero controvertida estrategia sanitaria, comprensible por un lado, ha deshumanizado la muerte y ha creado conmovedores traumas humanos cuyos efectos sobre la salud se verán en el futuro.
Piensen en los largos “ayunos emocionales” de los ancianos y moribundos, en las “muchas despedidas” que nunca se dicen al final de la vida, en el duelo suspendido de los supervivientes.
En los últimos meses, un río de soledad ha atravesado la vida de muchos abuelos, privados del derecho a ver y abrazar a sus nietos, de viudos que se quedan solos ante un riesgo inminente, de jóvenes privados del contacto con sus amigos.
Es una soledad que también experimentan los médicos y las enfermeras que tienen que desempeñar muchos papeles junto a los enfermos (familiares, psicólogos, asistentes espirituales), pero que se sienten incapaces por la falta de tiempo, el cansancio, la incapacidad personal.
La soledad la sienten a veces también los sacerdotes, sobre todo si están solos o son ancianos, porque no tienen a nadie con quien hablar, ni nadie que se interese por ellos.
Giacomo Leopardi escribió que “la soledad es como una lupa: si estás solo y estás bien, estás muy bien; si estás solo y estás mal, estás muy mal”.
También para los pastores el reto básico es aprender a sentirse bien con ellos mismos, como condición para sentirse bien con el mundo exterior.
Además, la Covid-19 ha obligado a los estímulos de la Iglesia a reconciliarse con su propia pobreza, con las limitaciones de su propia intervención pastoral, para confiarse al poder de la gracia, que actúa en los misteriosos meandros de la vida humana.
En el aspecto práctico, el aislamiento impuesto por la pandemia ha permitido a muchos agentes de pastoral descansar, regenerarse, ordenar sus cosas, quizás revisar sus álbumes de fotos o deshacerse de cosas innecesarias. Además, el ayuno de actividades externas ofrecía la oportunidad de leer, escuchar música, meditar sobre el valor del tiempo, saborear los beneficios de la lentitud, hacer fructífero el silencio, permanecer unidos en oración con los que sufren.
El contagio de la solidaridad y la misericordia
El ciclón que ha sacudido al mundo ha despertado el sentido de la fraternidad y la solidaridad universal, y el papa Francisco se ha hecho intérprete de este espíritu en la reciente encíclica Fratelli Tutti (Todos hermanos, octubre de 2020).
En los primeros meses de la pandemia, los signos de esta fraternidad estaban simbolizados por la música que resonaba en los balcones de las casas, por el entretenimiento que ofrecían los cantantes en la televisión, por la redención del orgullo nacional a través de los viajes en línea para descubrir las riquezas artísticas de nuestros museos y paisajes, por los vídeos humorísticos difundidos para sostener la moral… etc.
Además, son expresiones de solidaridad los ciudadanos que cumplen la normativa, los transportistas de alimentos y mercancías, los empleados de los supermercados, los que ofrecen alojamiento gratuito a los médicos de otras regiones.
Se consideran rostros de la solidaridad los voluntarios que llevan comestibles y medicinas a los ancianos, los que se comunican a través de las redes sociales con los discapacitados, los consoladores de los afligidos.
La pandemia, junto con los daños, ha dado lecciones y enseñanzas valiosas: somos menos autorreferenciales y más comunitarios, menos despreocupados y más responsables, menos frenéticos y más reflexivos, menos “yo” y más “nosotros”, menos engreídos y más humildes. Incluso en la escala de valores, el beneficio y la economía han dejado paso a la salud y la solidaridad.
Las diferentes confesiones religiosas, que tienen en su corazón a los pobres y marginados, han apoyado la globalización de la solidaridad como misión común.
Muchos agentes de pastoral también han explorado nuevos espacios de proximidad con los que sufren utilizando los medios de comunicación social (vídeos, artículos, oraciones…), apelando a la creatividad estimulada por la adversidad. Algunos sacerdotes han celebrado misas desde los tejados para sus feligreses, algunos capellanes han ideado formas de estar presentes en las unidades de cuidados intensivos o de llegar a los pacientes con mensajes desde sus teléfonos móviles, y otros han ofrecido clases o conferencias en línea.
Los lugares tradicionalmente dedicados a las reuniones de la comunidad, como las iglesias, pero también los restaurantes, las cárceles, las discotecas y los estadios, se han convertido en los súper altavoces de Covid-19. Como resultado, el concepto de koinonía se ha desplazado de la parroquia a la comunidad flotante de intercambio y formación en línea, generando innovadoras oportunidades de evangelización, reflexión y crecimiento espiritual.
El contagio de la espiritualidad y la esperanza
La Covid-19 ha extendido las ruinas por todas partes, aumentando la inestabilidad mental de algunas personas, estresando a muchas familias con hijos, exacerbando las desavenencias entre parejas o provocando separaciones, aumentando la pobreza en el mundo, haciendo quebrar a las empresas privadas, creando quiebras financieras y deudas monstruosas.
Eugène Delacroix escribió que “la adversidad devuelve a los hombres todas las virtudes que la prosperidad les quita”.
La pandemia puede convertirse en kairós, en una oportunidad para hacer surgir el ex malo bonum, para transformar la “desgracia” en “gracia”.
Por otro lado, no podemos ignorar los indudables beneficios que se derivan de la crisis, entre ellos: la reducción de la contaminación ambiental, un planeta más limpio, menos robos en los hogares, una mayor conciencia de universalidad, un fortalecimiento de los lazos familiares, una mayor versatilidad en el uso de la tecnología y la formación online, una mayor necesidad de espiritualidad.
El confinamiento y la ralentización de la actividad han despertado en muchos el deseo de interioridad, el sabio uso del tiempo, el redescubrimiento del valor curativo de la naturaleza y el silencio, el papel de la familia en la educación de la fe, la enseñanza impartida por la inviolable Covid-19 sobre el poder ilimitado de “lo que es débil y puede confundir a los fuertes”, la mayor conciencia de la impermanencia y la mortalidad, la búsqueda de lo esencial en la vida.
Muchos han informado de que durante la pandemia la oración (tradicional, bíblica o espontánea) siguió siendo el hilo rojo que unía a la gente, una energía espiritual que vinculaba al hombre con lo divino, una medicina que reconfortaba a los sanos y a los enfermos, a los ayudantes y a los dolientes.
Kierkegaard señaló el verdadero milagro de la oración: “La oración no cambia a Dios, sino que cambia al que reza.
Otro elemento importante en el vocabulario espiritual es la esperanza. La palabra esperanza, del latín spes, significa mirar hacia una meta: los primeros cristianos la representan como un salvavidas al que se aferran. La esperanza es como la sangre, no se ve, pero fluye por dentro; Louis Dumur sugiere que “la esperanza es la morfina de la vida”.
La esperanza es el antídoto natural del miedo. Para algunos la esperanza significa no ceder a la desesperación, saber levantarse después de haber caído; para otros significa mirar las cosas con otros ojos, encontrar enseñanzas positivas en medio de la oposición, creer en la misteriosa presencia de Dios en los asuntos humanos.
Para otros, la esperanza es curarse de una enfermedad, completar un proyecto, dejar el mundo serenamente.
Hay quienes ven la inmortalidad en la continuidad de los hijos y los nietos, quienes la ven en la herencia moral de los valores y los ejemplos transmitidos, quienes la ven en la certeza de la indestructibilidad del espíritu, confiando en la promesa de Cristo: “Yo soy la resurrección y la vida; quien crea en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11,25).
A nivel pastoral, los ministros de la Iglesia son heraldos de la esperanza, representando a Dios en los momentos más oscuros de la vida: tras una enfermedad grave, en los funerales, en la época de luto.
El sacerdote está presente en el Viernes Santo de la gente, para expresar cercanía, pero también para recordar que la muerte no tiene la última palabra, sino la penúltima, porque en Cristo resucitado también nosotros resucitaremos.
Conclusión
Willa Cather dijo que “Algunas cosas se aprenden mejor en la calma, otras en la tormenta”. La pandemia ha sido un prolongado baño de humildad, pero también de mayor humanidad.
El Coronavirus ha escapado al poder de la ciencia y al control de las multinacionales, pero su presencia ha reclamado el alma, guiada para redescubrir los valores esenciales.
El futuro sigue siendo incierto, pero su forma dependerá de las lecciones aprendidas de este “genial profesor” llamado Covid-19.
La pastoral también se ha visto envuelta en este bautismo de cordura, despojada de su visibilidad, purificada en su esencialidad.
Muchos agentes de pastoral han activado la creatividad para gestionar los límites, el amor para superar los obstáculos, la esperanza para superar el malestar, la fe para creer en el futuro.
Todavía estamos en la tormenta, pero poco a poco irá remitiendo y cada persona, comunidad y nación tendrá que ir curando las heridas, recuperar la proximidad y saber ser libre.
La esperanza es que lo sucedido inspire a todos, especialmente a los consagrados y consagradas, a ser instigadores de sabiduría y espiritualidad, padrinos en el bautismo de un nuevo espíritu de fraternidad, sembradores de esperanza en el mundo venidero.