A punto de salir hacia la Pascua familiar de Baltar (esa casa de Espíritu de la que ya os hablé) me parece que los cuarenta días de la Cuaresma no me dieron para demasiado.
Con muchas cosas que hacer, con muchas personas que no sé si atendí y entendí «de corazón», con mil futuribles inciertos… Creo que la densidad de estos tres días santos (no santos por perfectos sino por esenciales) me supera un año más. Sólo llego a lo más externo, quizás a lo superficial o accesorio. A aquella superficie que no me permite (o no me permito) penetrar en el nucleo duro del amor hasta el extremo, del servicio llevado a la necedad del lavatorio, a la muerte en soledad de un fracaso vital (tan vital que le arrancó la vida plenamente), al silencio y la ruptura de la Madre, a los signos frágiles de la resurrección, a lo regalado sin pedir cuentas…
Y le pido a Dios que me dé un trocito, solo un trocito, con el que pueda saborar lo que realmante es, densamente…