Del silencio de la cruz al silencio del espiritú

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1878

(Silvio Báez, Managua). En la cruxifixión de Jesús Dios calló, no respondió al doloroso «porqué» de Jesús (Mt 27,46; Mc 15,33) y no intervino para salvarlo. El Juez supremo no hizo justicia al inocente. En realidad, el Padre, callando, renuncia a salvar a su Hijo con tal de no declarar culpables a los que lo han condenado. Aquel silencio divino no fue debilidad, ni impotencia, sino un silencio revelador del amor divino, infinitamente más grande y más fuerte que la violencia, la injusticia y el pecado de los hombres. Con su silencio Dios reveló el sentido de su justicia, que es misericordia y salvación para la humanidad.

La resurrección de Jesús es el fulgor de una «palabra» dicha por Dios en la muerte, desde el silencio y en el silencio, la última y definitiva palabra de Dios acerca de la historia y de cada ser humano, la palabra profética de un «cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1). Cristo Resucitado es la palabra que vence todos los silencios mortales de la humanidad. El silencio de la cruz se ha vuelto así buena noticia para todos los que viven sometidos a la esclavitud, atemorizados ante el silencio de la muerte (Hb 2,15) y para quienes como Jesús viven y mueren al margen de la historia, silenciados por el mundo y aparentemente abandonados por Dios.

El silencio de la cruz inaugura otra experiencia de silencio, el silencio en el que resonará la Palabra en la historia: la experiencia del Espíritu, quien no tiene una revelación propia, porque «no hablará por su cuenta» (Jn 16,13) y «os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). La Palabra deberá ser escuchada en el silencio de la fe que escucha al Espíritu: «el que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2,29; 3,6.13; etc.). A través del Espíritu y en el Espíritu resuena hoy la palabra de Jesús, que desde el silencio de la fe y de la adoración hace posible entre los creyentes la comunión y el amor. Una palabra que es también la palabra de la comunidad cristiana, nacida en la muerte y desde la muerte de Jesús, pero ahora destinada a llegar a todas las naciones (Mt 28,19; Lc 24,27).