Hace pocos años tuve la suerte de llevar de vacaciones a los niños y adolescentes del hogar en el que trabajaba. Fuimos dos educadores con ellos y estuvimos en una casita en el campo, con un amplio jardín, en una zona llena de pinos, pájaros y silencio. Todavía recuerdo sus caras de emoción cuando cargamos la furgoneta y luego la curiosidad con la que algunos vivieron el viaje, sobre todo cuando llegamos a la parte montañosa y fuimos subiendo algún puerto que otro. Algunos apoyaban la carita en la ventanilla y dejaban que el aire les acariciara y despeinara. Era la primera vez que salían de vacaciones así como grupo, como pequeña «familia». Allí los días transcurrieron con un horario parecido, un rato de estudio por la mañana, piscina hasta la hora de comer, comida, descanso, otro rato de estudio y deporte: fútbol, frontón, baloncesto. Como era una urbanización pequeña y con gente conocida, hasta los peques de nueve o diez años gozaban de cierta autonomía, hecho que sin duda les volvía locos, para acercarse a las canchas deportivas y disfrutar juntos o jugar con otros niños… Todavía recuerdo, cuando era pequeña, las tardes en las que a sus edades nos íbamos con la merienda y las bicicletas hasta las nueve y media o las diez de la noche a una zona de jaras donde había una fuente o al lago o al embalse y cazábamos ranas o mariposas, trepábamos por algún árbol, no muy alto, o nos inventábamos historias. Lo que más me ha quedado de todo aquello era la sensación de tener un tiempo sin tiempo, de saber que no había que hacer nada especial, sino estar juntos, hablar, idear aventuras, ver la puesta de sol o cazar saltamontes. Recuerdo aquellas tardes luminosas y largas como un tiempo lleno de sosiego, de disfrute, de amistad… De Dios. No había exigencias, agobios, preocupaciones. Quizás sea una bonita propuesta la de salvar momentos durante este mes para gozar como cuando éramos pequeños, de un tiempo sin tiempo, para contemplar en silencio la naturaleza, para escuchar las chicharras, o sentir el roce del aire, para enmudecer, agradecidos, ante el espectáculo de una puesta de sol o aspirar la fragancia del tomillo al pasear por la sierra. Un tiempo de, en palabras de san Juan de la Cruz: música callada, soledad sonora, cena que recrea y enamora…