Recuerdo una ocasión en la que fuimos de retiro, con mi comunidad, al monte del Pardo, en Madrid. Salí a pasear. Hacía buen tiempo. La tarde estaba muy agradable y el entorno (encinas, pinos, chopos…) invitaba a la contemplación sosegada. Subí a una zona donde se encontraban, pegados a una verja, un amplio grupo de niños y familias. Estaban observando y dando de comer a varios ciervos, gamos y cervatillos que se acercaban confiadamente a ellos. Un espectáculo, la verdad, muy poco común. Los animales tenían una belleza especial, una mirada serena que obligaba a parar y quedar ahí mirando absortos, a los que pasábamos. Cuando comenzaron a alejarse, las familias se fueron dispersando y pude contemplar a un hombre que tomando del brazo a un crío de unos cuatro años, lo subía al asiento trasero de su coche. El pequeño, mientras tanto, mirando a su «posible progenitor», con unos ojos que se le salían de las órbitas, exclamó entusiasmado: «¡Tenemos chuped-chuedte!». El padre, lo miró atónito y el niño rápidamente pasó a ayudarle: «¡Pod los ciedvos!»…
Durante días me acompañó esta escena tan tierna. Cuánto tenemos que aprender de este niño, que quizás se sintió un poquito incomprendido. Para poder vivir desde la gratitud y el gozo hay que poder parar. El padre posiblemente iba pensando en cosas importantes, prácticas. Sin embargo, Dios irrumpe en la belleza de lo cotidiano, cuando menos lo esperamos. Como María, que en una visita a su prima reconoció: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se regocija mi espíritu en Dios, mi Salvador»(Lc 1,46b-47). En nuestra vida religiosa a menudo vivimos algo secuestrados por la seriedad de nuestras responsabilidades y trabajos… ¿Y si aceptáramos dejar salir al niño que llevamos dentro, capaz de entusiasmarse, de enmudecer fascinado ante un atardecer, de agradecer cada día tantos milagros? ¡Feliz mes de María, la agradecida!