La idea que nos hacemos de la Iglesia determina nuestra vida eclesial. Si la Iglesia es “el párroco”, seguramente nuestra vida eclesial es muy pobre, aunque los domingos vayamos a la celebración eucarística. Si los laicos piensan que la Iglesia es el párroco, entonces ellos no se sienten responsables de nada. Si el que piensa que la Iglesia es el párroco es el propio párroco, entonces este párroco solo sirve para decir Misa a gente muy sumisa, nada crítica y nada participativa.
Ahora bien, si la Iglesia somos todos los cristianos, entonces cada uno somos responsables de los demás, y también responsables de organizarnos, de participar, de opinar, de ayudar. Claro que hay que organizarse, y en la Iglesia hay distintas funciones, ministerios y tareas. Nada es de uno, todo es de todos. La Eucaristía no es algo propio del sacerdote celebrante. En la Misa participan muchos ministros: monitores, cantores, salmistas, lectores; otros que preparan la asamblea y lo necesario para la celebración. El celebrante tiene que respetar la labor de cada uno de esos servicios y ministerios. El papel del celebrante es estar al servicio de la asamblea. Y si él tiene su lugar fundamental, el de ser “otro Cristo”, este Cristo está en función de su esposa, la Iglesia, representada por la asamblea. En un buen matrimonio deciden los dos.
Ahora que vamos a celebrar el día de la Iglesia diocesana (el 13 de noviembre), es importante recordar que en un buen matrimonio deciden los dos. Porque en esta Iglesia nuestra hay que superar, allí dónde la haya, la mentalidad clerical. Es importante que tengamos buenos pastores, conscientes de que su lugar está en el servicio, sobre todo en el servicio de los más pobres y necesitados de su parroquia. Para poder servir, a unos y otros, es necesario acercarse y hacerse amigo. Solo desde la amistad se sirve bien. Solo desde la amistad se es bien recibido. Lo que importa en un buen pastor no es su relación con los poderosos, sino si es un buen amigo de los pobres.
En esta Iglesia nuestra hay parroquias donde los laicos, y especialmente las mujeres (¿o no son mujeres las que dirigen la catequesis, las que se ocupan del servicio de caridad o las que animan el rezo del Rosario, allí donde lo hay?), tienen un papel importante, acorde con su formación, su capacidad y sus ganas de trabajar. Esta realidad debería extenderse más y más. También es importante una pastoral de encuentro a todos los niveles: encuentro entre los propios pastores y encuentro de los pastores con los fieles laicos. En la Iglesia, la palabra competencia, y no digamos rivalidad, no es que deberían estar prohibidas, es que no deberían estar en ninguna cabeza, porque ninguna cabeza piensa en ello. Debería llegar un momento en el que si alguien oyera la expresión “carrera eclesiástica”, respondiera: “¿y eso qué es?”. Eso sí: el no saber lo que es la carrera eclesiástica debería ser la manifestación de que el carrerismo ha desaparecido.