Ayer estuvimos reflexionando en clase de un tema que me resulta apasionante (a mí, claro… quizá a mis alumnos no ¡qué paciencia tienen conmigo!): la memoria. Al hilo de lo que recordamos y olvidamos y de cómo gestiona internet los datos y la dificultad para que se borre nuestras huellas por la red, me atrevo a plantear que sin gestionar con sabiduría ambas acciones no hay posibilidad de redención.
Y es que es de sabios en el arte de las relaciones interpersonales tener claro qué conviene recordar y fortalecer en la memoria y qué es mejor olvidar porque no hacerlo puede generar podredumbre o coarta la capacidad de crecer y cambiar a quienes tenemos cerca. Sin olvido podemos acabar exprimiendo en el apretado corsé de sus acciones pasadas a la gente con la que nos relacionamos o hundiéndonos en el barro de nuestras propias miserias. Pero sin recuerdo dejamos al margen de nuestra existencia las lecciones aprendidas, los pequeños grandes gestos que entretejen los lazos, las palabras y acciones que nos han construido, las verdades compartidas, las certezas fundamentales… Recordar y olvidar lo adecuado es una filigrana de artesanos.
Quizá es una bonita tarea de cuaresma afinar el oído ante Aquél que sí sabe qué recordar (“YHWH se acuerda y nos bendice” Sal 115,12a) y qué olvidar (“¡Yo, era yo quien, por respeto a mí, borraba tus delitos y no me acordaba de tus pecados” Is 43,25).