Son rara avis en todos los tiempos, pero son imprescindibles para construir Evangelio. No son los encargados de institucionalizar, ni de continuar con lo que ya se hace o se cree, son los testigos de lo diverso, los que señalan posibles caminos, los que arriesgan mucho sabiendo que van a perder porque su lógica es ilógica, porque el fracaso ya viene dado antes de comenzar la tarea. Lo saben y lo asumen. No es una vida perdida sino el signo palpable de que la utilidad o los resultados no son lo único que existe y menos en el Reino.
Están en Dios y los llaman locos o tontos o payasos (todo también en femenino y para lo que sigue). Son molestos, no porque sean violentos o maleducados, sino porque viven lo que los demás solo intuimos y deformamos como caricatura triste: alegría, confianza, generosidad, altruismo, amor… Porque saben lo que es no preocuparse por lo superfluo y fiarse a ciegas del cariño de Dios. Entienden eso de los pájaros del cielo y de los lirios del campo. Son contraculturales no por moda o por prurito de aparecer como progresistas sino porque es la única forma de vivir lo que lo creen.
Son pocos, pero son imprescindibles en su inutilidad. Mimémoslos