Viniendo al particular de lo simple: el adjetivo viene del verbo latino plecto que significa tejer, entrelazar, enlazar; su contrario, complicado es hacer pliegues. Por tanto, simplificar consiste en hacer desaparecer esos pliegues. Simple es aquello que, pudiendo ser doble o estar duplicado, no lo está. (Tiene su gracia que sea precisamente en la edad en la que el rostro se nos llena de los “pliegues” de las arrugas, cuando estemos más preparados para emprender la aventura de la simplicidad).
Pero puede pasarnos como a Jacob cuando describía con sinceridad su trayecto vital y cómo había ido pasando de lo simple a lo complejo, de lo sobrio a lo abundante: “Con un bastón crucé el Jordán y ahora vuelvo con dos caravanas” (Gen 32,10). Su historia ¿no es un poco la nuestra? Porque posiblemente, al mirar hacia atrás, recordamos nuestra llegada al noviciado “con un bastón” y cómo nos adaptamos a aquella vida austera y con pocas necesidades. Y quizá tengamos que reconocer también que, con el paso de los años, la diversidad de trabajos desempeñados, las mil historias vividas y las limitaciones de la edad, nos han ido complicando y llenándonos de pliegues y dobleces, también en las reacciones, el carácter, las ideas, las palabras o las costumbres.
Un indicio externo que puede resultar elocuente es la cantidad de cosas que se nos han hecho necesarias, como a Jacob sus dos caravanas. ¿Cuántos chismes electrónicos nos son ahora imprescindibles? ¿Cuánto espacio necesitamos en nuestra habitación? ¿Con cuántas maletas cargamos si nos cambian de destino? Estamos necesitando que vuelva a seducirnos la armonía elemental de aquella reproducción de la celda de Teresa de Jesús en las Edades del Hombre, o la belleza simple de San Damiano en Asís.