El camino de Emaús es un tránsito de la desesperanza a la esperanza. Una pareja que va dando vueltas al fracaso y se encuentra con alguien que los saca de sí mismos para conducirlos a otro lugar, a un no-lugar que existe en los corazones y en el pan.
Jesús se hace el encontradizo, como siempre. No espera, va.
Y cuando llega va a lo profundo. No a las apariencias o las lecturas fáciles de lo desastroso. Se sumerge y les (nos) sumerge en el terreno poco transitado de lo que es sin ser, de la posibilidad de darle la vuelta a lo oscuro.
Enciende una pequeña llama, un casi nada, en un relato de lo Escrito que se convierte en narración preñada de vida. “¿No nos ardía el corazón?”. Pero parar percibir este fuego es necesario que el tiempo pase y se aquilate, que cobre la densidad de la separación para que se vuelva a dar el milagro de la unión (siempre distinto y siempre nuevo).
Y cuando la noche va cayendo, cuando el cansancio se hace más presente, se hace la invitación: “Quédate con nosotros”. El moviendo contrario a aquella otra invitación de “Venid y veréis” o de “Zaqueo baja que hoy quiero hospedarme en tucas”. El que es Invitación, ahora, se deja invitar.
Y en un gesto sencillo, repetido millones de veces, se transfigura, se hace presencia inconfundible, abre la utopía de nuevo y… se va.
No abandona, pero se va. Como Mary Poppins, coge su paraguas de esperanza y va a abrir nuevas utopías que den consuelo entre tanta distropia.
Hoy Emaús no está tan lejos de nosotros.
Feliz Pascua utópica.