En el evangelio de este domingo se despliegan una serie de dichos de Jesús sin demasiada conexión los unos con los otros, pero todos tienen ese raro sabor de la exigencia del Evangelio que tanto nos cuesta aceptar. El primer dicho es sobre uno que hacía milagros en nombre de Jesús pero que no pertenecía al grupo. Ese guardar la pureza de lo nuestro, ese poner copyright a lo que hacemos o a lo que somos como marca definitiva de exclusividad, ese no compartir lo que es esencialmente nuestro. Y Jesús corrige a los discípulos una vez más: No se lo prohibáis porque el que hace milagros en mi nombre no puede hablar mal de mi. Y nosotros con esas ganas de prohibir a los demás, a los que no son como yo, lo que nos pertenece solo por herencia (algo que ni siquiera creamos nosotros). Siempre esos intentos de exclusividad, de falso corporativismo, de enfrentamiento por miedo o por envidia. Y Jesús mediando en todo ello y apelando a lógica aplastante de la cooperación: el que no está contra nosotros está a favor nuestro. Tan sencillo y tan complicado de poner en práctica porque nos da miedo el diálogo, el trabajar juntos, el construir una sociedad mejor con los que no pertenecen a nuestro universo de creencias o de cultura.
- Y en un segundo momento Jesús lanza una de las condenas más rotondas contra aquellos que son ocasión de pecado para uno de esos pequeños que creen en él: más le valdría atarse una piedra de molino al cuello y arrojarse al mar. Y a renglón seguido, en relación con el posible escándalo a uno de esos pequeños, mas te valdría: cortarte la mano, cortarte un pie o sacarte un ojo. Casi nos cuesta reconocer a Jesús en estas palabras tan duras, pero la cuestión es saber quiénes son esos pequeños que el Nazareno defiende de ese modo inusitado. Los pequeños son para Jesús los Bienaventurados, los felices del sermón hermoso de la montaña (Mt. 5): los de espíritu sencillo, los que están tristes, los humildes, los que desean de todo corazón que se cumpla la voluntad de Dios, los misericordiosos, los que tienen la conciencia limpia, los que trabajan en favor de la paz y los son perseguidos por ser sus seguidores.
A todos ellos (y ellas) Jesús los ama y cuida tanto que es capaz de pronunciar esa condena extraña en sus labios. Amor desproporcionado en una defensa extrema que nace del dolor de ver tanta injusticia devastadora que se aprovecha de esos débiles, de esos pequeños.