Eso de las “Jornadas de” (las misiones, la infancia, los derechos humanos, domingo de la Palabra) puede ser un buen recordatorio de tantas necesidades a las que, de una u otra forma, estamos llamados a atender. Pero también pueden ser una triste denuncia de nuestras insolidaridades. Porque la atención al enfermo no es cosa de un día, es cosa de todos los días y de todos los momentos del día. Todos los días son días del enfermo, como todos los días son días para cumplir los derechos humanos o para ser oyentes de la Palabra de Dios.
La enfermedad nos hace conscientes de nuestra propia vulnerabilidad y de la necesidad que tenemos los unos de los otros. La vida es frágil. La enfermedad anticipa la tendencia natural de la vida como camino hacia la muerte. Si alguna fuerza podemos encontrar en la vida es la del amor. Cuando dos soledades se abren la una a la otra, desaparece la soledad. Cuando damos la mano a una persona débil, le transmitimos nuevas fuerzas. Cuando nos amamos, pasamos de la muerte a la vida, como dice la primera carta de Juan (3,14). Quizás no podemos curar al enfermo, pero podemos entrar en la soledad que le hace sufrir, y solidarizarnos con su sufrimiento.
Los enfermos son la prueba evidente de la debilidad de la vida. Si los cuidamos y respetamos manifestamos que estamos a favor de la vida. Y si somos creyentes, podemos ver en ellos el rostro de Cristo. Una sociedad que no respeta ni cuida al enfermo, al anciano o al débil es una sociedad donde impera la violencia, una sociedad egoísta, y el egoísmo es siempre una opción contra la vida.