CUIDADO CON «MATAR» LOS SUEÑOS

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Si algo es incuestionable en la vida consagrada es su capacidad para soñar. Un mundo diferente, unas relaciones nuevas, tiempos sin reloj, encuentros sin precio, palabras con profundidad, levantar al caído, sanar al enfermo, consolar al triste… Son sueños, con vestigios de vida, pero sueños.

Mientras escribimos esto o lo pensamos, sigue habiendo quien cae y quien llora; sigue habiendo personas solas y sigue triunfando por algunos lugares la incomprensión, el juicio y hasta el desprecio. Pero algunos no dejamos de soñar. Es un sueño especial, tanto que nos mantiene despiertos. Es un sueño de visión y misión. ¡Claro que quien nunca sueña todo le parecen palabras! No es su culpa, es que ha perdido la libertad de soñar y si no espabila, llegará a no hacerlo nunca reduciéndolo todo a números. Llegarán incluso a medir los minutos para amar a Jesús.

La vida consagrada es el lugar para las mujeres y hombres que sueñan. Porque el Reino es el sueño de posibilidad para una humanidad nueva. Por eso no habrá fuerzas ni golpes ni convulsiones que consigan apagar los sueños porque si un día se borrasen ese sí que sería el último de la vida consagrada.

Hay espacios especiales para compartir sueños. Son las fraternidades. Convocadas por un sueño, son el mejor lugar para escuchar embelesados los grandes sueños que toda vida guarda. Y para que eso suceda, lo mejor es que te atrevas a compartir los tuyos. Incluso aquellos que llevan tiempo guardados en el cajón de la memoria. Los sueños donde te sabías libre y ágil y disponible y sincero o sincera. Los sueños donde no tenías miedo porque el miedo, en los sueños de evangelio, no existen. Los sueños donde la fraternidad no solo es posible, sino que es un «lugar común» de todo consagrado o consagrada.

Es verdad que algunos tienen miedo a los sueños. Son manadas de prácticos y prácticas que actúan como manada, por la fuerza. No es que no quieran soñar, es que tienen miedo. Alguna vez han soñado cosas diferentes a las que viven, pero como son muy prácticos, enseguida les suena «el despertador de lo real» y se ven devueltos al engranaje de horarios, organigramas y «verdades» que los han sostenido en las últimas décadas. Sueñan, como nuestros jóvenes de la «generación Z» con apenas 8 segundos de atención… después viene el tiempo real, el tiempo de conservación, el tiempo de «más de lo mismo». Por eso muchas conferencias y textos; muchos relatos del «sueño evangélico de nuestro tiempo» se aplauden y duran lo que dura el aplauso.

Los sueños de transformación de la vida consagrada son bien reales. Se apoyan en vidas comprometidas con el sueño de Dios. Solo quienes tienen largo tiempo con él llegan a alcanzar el sueño del Evangelio. Son, eso sí, soñadores para los escépticos. Incómodos para quienes no quieren que nada cambie, porque su seguridad está en que no pase nada. Son un interrogante para quienes se proponen hablar de Jesús y su amor con híper-realismo, porque nunca han amado. Son sueños imposibles para quienes asocian vida consagrada o comunidad con miedo, porque intuyen que contar a sus hermanos o hermanas quienes son o como son, es un sueño bochornoso.

Pero lo cierto es que necesitamos sueños. Y además con autor o autora. No hay dos sueños iguales, aunque los sueños de Reino se encuentran. Necesitamos espacios para soñar sin miedo al fracaso. Necesitamos comunidades soñadoras que algunos expresamente les parezcan ilusas o locas. Necesitamos gestos nuevos, empapados de sueños que devuelvan esperanza y así descanse el escepticismo y la crítica tan crecida en los «prácticos». Necesitamos sueños y no que los maten. En ellos está nuestro presente y la posibilidad de que haya porvenir. Y también necesitamos valentía para no dejarlos morir a fuerza de realismo. En esos casos, cuando parece que estás solo o sola en el empeño es bueno que sepas que cerca, o no tan cerca, hay alguien que sueña y que necesita saber que tu sigues soñando.