No sería equivocado si le llamases “Pan de los pobres”: Pan de lisiados, ciegos, sordos, mudos; pan de leprosos y pecadores; pan de multitudes que andaban como ovejas que no tienen pastor
Jesús se hizo pan de todos haciéndose siervo de todos, el menor entre los pequeños, el último entre los últimos.
Éste es el misterio que hoy se te revela: “Jesús se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos”.
Son muchas las cosas que, oído este evangelio –lo puedes leer en casa, con tu familia-, tú puedes recordar, y todas te hablan de amor.
Recuerda las palabras de Jesús a Nicodemo: “Tanto amó Dos al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él”; y tú, hoy, desde ese sagrado recinto de entrega que es tu casa, lo contemplas entregado a servir, a lavar, a purificar, a sanar, a salvar.
Recuerda las palabras del apóstol a los fieles de Filipos: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”; y la palabra del evangelio te lo revela despojado del manto y arrodillado a tus pies para servirte.
Pero tu pensamiento va hoy, de modo muy especial, “al misterio de la Pascua, que es Cristo”, a su vida entregada hasta la muerte, pues en ese misterio ves que Cristo se ha hecho siervo de pobres y oprimidos, de humillados y excluidos, de prostitutas y ladrones, de publicanos y pecadores.
Al recordar el misterio de Cristo, recuerdas que lo has visto hacerse impuro con los leprosos, reconoces en él al que ha venido para ser siervo de todos, lo ves despojado de su rango, de su gloria, de sus vestiduras, levantado en alto y, de ese modo, postrado a los pies de la humanidad entera, para lavar los pies de todos, limpiar el corazón de todos, romper las cadenas de todos, sanar las heridas de todos, amar la pobreza de todos, perdonar los pecados de todos.
Aunque no puedas participar hoy en la misa de la Cena del Señor, tú sabes que el amor de Cristo Jesús es real y haces memoria verdadera de ese amor.
Lee la palabra de la revelación: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Si lees con fe, ya sabes que la entrega de Jesús llegará hasta muerte.
Recuerda y asómbrate: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre”. Si has escuchado con fe, sabrás que la sangre de Cristo une a tu Dios contigo en alianza eterna, y esa misma sangre te une a ti con tu Dios.
Recuerda y asómbrate: Jesús se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos. ¿No reconoces lo que estás viviendo? Estás viendo a Cristo a tus pies.
Hoy, Cristo Jesús viene a ti, a tu casa, a tu corazón, a tu vida, porque te ama.
Pero has de saber también –estoy seguro de que ya lo sabes- que si lo recibes, aceptas al mismo tiempo el mandato que él te da: “Que os améis mutuamente como yo os he amado”.
Si lo recibes, acoges el amor infinito de Dios, que se te ha manifestado en Cristo Jesús, y aceptas el mandato de amar como eres amado.
No dudes en acoger al que te ama. No temas al aceptar su divino mandato: Sólo el que ama puede ser libre. “Ama, y haz lo que quieres”.