Cuando la muerte vence a la vida…

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Hoy por la mañana celebré el sacramento de la Unción con mi cuñada Merche que se está muriendo de manera inesperada. Un derrame cerebral se la quiere llevar a sus 40 años y lo médicos dicen que la muerte (extraña compañera) va a ganar la batalla.

Y uno se queda triste rezando con ella en la UCI del hospital, donde parece que está dormida («La niña no está muerta, está dormida», diría Jesús) Y su marido (mi hermano) sufre de manera extrema y sus hijos (uno de dos añitos, David, y la otra de siete, Alicia) no entienden, pero intuyen.

Y entre médicos y enfermeras ajenos, porque ven la muerte todos los días y tienen que defender su corazón, estoy a solas con Merche, a solas con el Espíritu que está, por fe, en el sacramento. Y ella no habla pero sí habla y dice que tiene un dolor muy hondo porque está dejando atrás a sus vidas, a sus amores… Y yo le digo (o me digo) que los va a seguir cuiadando, a pesar de las distancias, a pesar de lo imposible. Y se lo digo a Dios, susurrando, para no molestar; le digo que, cuando llegue, la cuide mucho porque su dolor es muy grande, inmenso, aunque por fuera no parezca que sienta nada. Ese dolor que supone dejar a sus amores en esta vida, en este cotidiano complicado.

Y sé que Merche no se quiere marchar, que sigue luchando con la muerte, pero que la muerte la tiene cogida amargamente por el talón. Y le vuelvo a pedir al Padre que la cuide, que restañe su dolor con amor, que la guarde bajo sus plumas, que le dé el abrazo de la hija que regresa a casa; pero, sobre todo, que enjugue sus lágrimas por la separación de sus amores. El Amado entiende que la amada se rompa en mil pedazos por amor. El Amado.

No tengo reproches, no soy quién, pero sí tengo un grito en el alma triste: ¡Mima a Merche Dios! ¡Mima, aquí, a sus amores!

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