Cuando el Apóstol llora

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1856

Un día triste, muy triste. Ya la noche iba desgranando el recuento de muertos entre los amasijos de hierros. Ya se empezaba a vislumbrar la gran tragedia que se iba desvelando ante nuestros ojos atónitos y nuestros corazones tristes.

El pueblo gallego está acostumbrado a las penas, quizás demasiado. Pero no es una costumbre que vaya creando corazones duros, si no que, como la lluvia en el granito, va labrando en nosotros esa rara capacidad de sentir como nuestro el dolor de los otros. Y ya no hay distinción entre los dos dolores y la piedra viva se va construyendo también con las alegrías y las tristezas de los demás.

Este día el Apóstol Santiago también llora. Este día la ofrenda es sólo un grito silencioso, casi ahogado, que reclama la vida en medio de tanta muerte, que se empeña en restañar el sufrimiento con la solidaridad. Solidaridad, com-pasión, de cientos de ciudadanos que salieron de sus casas para ayudar, para sacar heridos y cadáveres, para dar mantas y sábanas con que tapar la locura, de vaciarse un poco para regalar vida con su sangre, de personal sanitario que vuelve a sus trabajos cuando ya están de vacaciones.

Tanta generosidad… Sé que no anula el dolor de la tragedia ni las garras de un vacío por la desaparición de un ser querido. Pero sí que es motivo de agradecimiento, de poder seguir creyendo en nosotros mismos.

Y el Apóstol llora. Llora con lágrimas de peregrino, con lágrimas universales de camino de estrellas, con lágrimas de desgarro y de debilidad. El Apóstol llora lágrimas de nubes y las llora por toda la eternidad, repitiendo, incesante, las palabras de su Señor: “no he venido a ser servido sino a servir”. Y, esclavo de todos, no deja de interceder por las lágrimas de un pueblo entero que, a pesar de tanto dolor secular, sigue soñando y caminando.

Que Santiago interceda por nosotros.