Pero este año, la realidad es más cruda. Celebramos con restricciones de todo tipo: en número, en signos y en ánimos. Llegan a nuestras manos miles de reflexiones –como ésta– en las que se asegura que nada va a ser igual y que en todo hemos cambiado. Se manifiesta la queja y el deseo de normalidad.
Me pregunto: ¿Cuál es la normalidad de la cruz de Cristo?
Al año de la Resurrección los seguidores del Maestro celebraron a escondidas. A los cien años de la Salvación se reunieron por casas. En el primer milenio se prepararon para el fin inminente del mundo.
Y la cruz de Cristo era la misma.
En la Edad Media, con sus pestes y cruzadas, intentaron rescatar la vida del Cristo triunfante. En los periodos de guerras y divisiones buscaron la Pascua verdadera y en el Evangelio las fuerzas.
Nunca ha sido fácil celebrar la cruz de Cristo.
Aún hay más. Nuestra reflexión parte de un mundo protegido y asegurado en exceso. Con unas quejas y deseos banales para un mundo herido. ¡Claro que va a ser distinta la Semana Santa! Porque lo ha sido siempre en cada época y lugar.
La cruz es distinta para el que no llega a fin de mes, quien ha perdido un ser querido, para los que están en la cárcel, los que deben dinero, quienes han sufrido un desengaño o una ruptura familiar. Diferente para los que rebuscan en los contenedores y los que son desahuciados… Cruz con colores distintos para las mujeres que sufren agresiones y los varones que son humillados… Para los jóvenes sin trabajo ni esperanza y los grupos marginados. Cruz silenciada por la política sectaria o la economía mundial.
La cruz de Cristo es la misma y a la vez diferente.
Y en este momento cobra matices diversos para los que estamos aquí y no allá. Una cruz en pandemia merece ser celebrada y exaltada como en cualquier otro momento o lugar.
Sí va a ser distinto celebrar la Semana Santa, porque empezamos a comprender que es Cruz de Cristo y de todos.