La crisis es un fenómeno que afecta a todo y a todos
Está presente en todas partes y en todos los períodos de la historia, abarca las ideologías, la política, la economía, la tecnología, la ecología, la religión.
Es una etapa obligatoria en la historia personal y social.
Se manifiesta como un acontecimiento extraordinario, que siempre causa una sensación de inquietud, ansiedad, desequilibrio e incertidumbre en las decisiones que se deben tomar. Como recuerda la raíz etimológica del verbo krino: la crisis es esa criba que limpia el grano de trigo después de la cosecha.
Quienes no miran la crisis a la luz del Evangelio, se limitan a hacer la autopsia de un cadáver. La crisis nos asusta no sólo porque nos hemos olvidado de evaluarla como nos invita el Evangelio, sino porque nos hemos olvidado de que el Evangelio es el primero que nos pone en crisis.
¡No confundir la crisis con el conflicto!
La crisis generalmente tiene un resultado positivo, mientras que el conflicto siempre crea un contraste, una rivalidad, un antagonismo aparentemente sin solución, entre sujetos divididos en amigos para amar y enemigos contra los que pelear, con la consiguiente victoria de una de las partes.
La crisis generalmente tiene un resultado positivo, mientras que el conflicto siempre crea un contraste, una rivalidad, un antagonismo aparentemente sin solución, entre sujetos divididos en amigos para amar y enemigos contra los que pelear, con la consiguiente victoria de una de las partes.
La lógica del conflicto siempre busca “culpables” a quienes estigmatizar y despreciar y “justos” a quienes justificar, para introducir la conciencia —muchas veces mágica— de que esta o aquella situación no nos pertenece. Esta pérdida del sentido de pertenencia común favorece el crecimiento o la afirmación de ciertas actitudes de carácter elitista y de “grupos cerrados” que promueven lógicas limitadoras y parciales, que empobrecen la universalidad de nuestra misión. «Cuando nos detenemos en la coyuntura conflictiva, perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 226).
La Iglesia, entendida con las categorías de conflicto —derecha e izquierda, progresista y tradicionalista—, fragmenta, polariza, pervierte y traiciona su verdadera naturaleza.
El Espíritu nos conduce en la crisis hacia un “nuevo comienzo”
La Iglesia es un Cuerpo perpetuamente en crisis, precisamente porque está vivo, pero nunca debe convertirse en un Cuerpo en conflicto, con ganadores y perdedores. En efecto, de esta manera difundirá temor, se hará más rígida, menos sinodal, e impondrá una lógica uniforme y uniformadora, tan alejada de la riqueza y la pluralidad que el Espíritu ha dado a su Iglesia.
La novedad introducida por la crisis que desea el Espíritu no es nunca una novedad en oposición a lo antiguo, sino una novedad que brota de lo antiguo y que siempre la hace fecunda. Jesús usa una expresión que explica este pasaje de un modo sencillo y claro: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). El acto de morir de la semilla es un acto ambivalente, porque al mismo tiempo marca el final de algo y el comienzo de otro. Llamamos al mismo momento muerte-descomponerse y nacimiento-germinar porque son la misma realidad. Ante nuestros ojos vemos un final y al mismo tiempo en ese final se manifiesta un comienzo nuevo.
En este sentido:
toda la resistencia que ponemos cuando entramos en crisis, a la que nos conduce el Espíritu en el momento de la prueba, nos condena a permanecer solos y estériles.
Al defendernos de la crisis, obstruimos la obra de la Gracia de Dios que quiere manifestarse en nosotros y a través de nosotros.
Por lo tanto, si un cierto realismo nos muestra nuestra historia reciente sólo como la suma de intentos fallidos, de escándalos, de caídas, de pecados, de contradicciones, de cortocircuitos en el testimonio, no debemos temer, ni negar la evidencia de todo lo que en nosotros y en nuestras comunidades está afectado por la muerte y necesita conversión.
Todo lo que de mal, contradictorio, débil y frágil se manifiesta abiertamente nos recuerda aún más fuertemente la necesidad de morir a una forma de ser, de razonar y de actuar que no refleja el Evangelio. Sólo muriendo a una cierta mentalidad se logrará también dar espacio a la novedad que el Espíritu suscita constantemente en el corazón de la Iglesia.[5]