¿CREER en LA IGLESIA? (1)

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Actualmente hablar de «crisis en la Iglesia», comienza a ser un tema habitual en muchos comentaristas, analistas, teólogos, incluso entre obispos o cardenales. Tal vez es la crónica de una crisis anunciada desde hace varias décadas: pero a la que muy pocos, especialmente entre los «mandos» de la misma, se prestó atención. Las causas de esta -al menos, «presunta»- crisis eclesial son muchas, endógenas y exógenas, complejas, ramificadas, históricas también, por supuesto. Baste leer alguna literatura del lejano siglo XIX, tanto en la novelística como en la ensayística, la filosofía o hasta en la poesía del XIX y de bien entrado el pasado siglo XX. No es mi intención entrar en las posibles causas que están en las raíces de esta crisis, que, si no es crisis, al menos es malestar. Malestar dentro de la Iglesia, al socaire de opiniones críticas y en ocasiones enormemente aceradas, cada vez más extendidas desde fuera de la Iglesia.

Muchos cristianos sufren, en desigual medida, este «malestar», que a menudo desemboca en el abandono de la Iglesia, en dudas dolorosas, en tristeza, o en ira, o en posturas de indiferencia hacia todo lo que «huela a Iglesia». Lo peor, desde mi punto de vista, no es esta «crisis eclesial» sino la «crisis de fe cristiana» que viene provocando en muchos desde hace ya varios decenios. Las desavenencias con determinadas actitudes, posicionamientos, acontecimientos, defendidos o protagonizados por la Iglesia, (léase por «la jerarquía»: obispos y clero, o incluso por el Papa, -porque lamentablemente cuando se habla de Iglesia, se habla sobremanera de la Iglesia jerárquica, institucional, en cualesquiera de sus cargos, organismos, documentos, etc.-). Dicho con otras palabras: la «crisis o malestar» con la Iglesia institucional suele llevar consigo una «crisis» más o menos profunda de la fe en el Evangelio, en el mismo cristianismo. Se abandona la Iglesia, y a la vez, se abandona la fe. La crisis en la Iglesia arrastra a una crisis y abandono de la fe. No hay capacidad para «separar» la fe de la Iglesia, la fe de la religión, distinguir entre «Dios, Jesucristo, el Evangelio» y la Iglesia, por otra parte. No se trata del malhadado eslogan de «Cristo (o Dios), sí; Iglesia, no» (cfr. Blázquez, entre otros). El «problema» surge de la falta de conocimiento teológico suficiente para saber distinguir a Cristo, a la fe, de la Iglesia. Conservando ambos («Cristo sí, Iglesia también») pero entendiendo «la diferencia» esencial entre Dios y la Iglesia y en «el modo» de creer ambos.

Cuando en el Credo apostólico confesamos nuestra fe en el Dios Uno y Trino y en su Hijo Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, y confesamos asimismo, que creemos en la Iglesia, no estamos haciendo «un acto de fe» exactamente igual. No es lo mismo «creer en Dios» que «creer en la Iglesia». Se trata de «actos de fe» de intencionalidad y contenidos distintos: como no es lo mismo «tener fe en una persona que tener fe en Dios». En realidad «sólo Dios es digno de fe». Sólo en Dios podemos creer. La fe en la Iglesia significa que «se cree a la Iglesia, se cree la Iglesia». En general, los símbolos históricos de la fe, dicen: «creo en Dios, creo en el Espíritu Santo»pero sólo «creo (acepto, admito) la Iglesia». La Iglesia se nombra casi siempre en el tercer artículo de la fe en conexión con la fe en el Espíritu Santo. Así dice, por ejemplo, en el ritual del bautismo, la llamada «Tradición apostólica de Hipólito de Roma», hacia el año 215, más antigua por tanto que el llamado «Símbolo o Credo de los apóstoles»«¿Crees también ‘en’ el Espíritu Santo (que está y obra) ‘en’ la santa Iglesia para la resurrección de la carne?». Es decir, el cristiano cree en Dios, en el Espíritu Santo; la Iglesia es, más bien, el lugar o ámbito en que opera el Espíritu Santo. Me parece interesante seguir ahondando en esta distinción de fe que nos puede ayudar tanto a saber creer en Dios como a saber creer a la Iglesia.