Se supone que, entre Estados soberanos, a los problemas que puedan surgir se les busca una solución por cauces políticos, diplomáticos, cómplices del buen entendimiento.
Se supone que los dirigentes de esos Estados soberanos son gente razonable, gente fiable, gente madura, gente de buena voluntad, gente que ama la justicia y el derecho.
Se supone…
Sin embargo, lo que en estos días está sucediendo en la frontera hispano-marroquí, no deja en buen lugar a los que se supone debieran ser razonables interlocutores de ambos Estados.
Sin pudor, se utiliza a los pobres degradándolos de la condición de personas con derechos inalienables a la condición de cosas, de mercancía, de arma, que el poder utiliza para su propio beneficio.
Sin pudor, olvidada la dignidad inalienable de esas personas, se les anima a morir, porque eso le trae cuenta a quien los deja pasar una frontera y a quien no los deja entrar en la otra.
Mañana, si hay tragedia, y ya la hay, todos los buenos hijos del poder se lavarán las manos, y cuanto mayor sea la tragedia, menos agua necesitarán: el poder, a un lado y otro de esa frontera, siempre se consideró legitimado para matar –el Tarajal guarda memoria de ello-.
Y a esos chicos del agua, a esos “mojados”, a esa humanidad utilizada por unos y otros para hacerse una guerra a la que ellos nunca van, nadie les preguntará qué buscan, qué necesitan, qué podemos hacer para que ejerzan su derecho a buscar una vida digna, en libertad, respetada.
A esos chicos que la legalidad marroquí nos envió en frío, la legalidad española los devolverá en caliente. Legalidad inicua. O, como diría san Francisco, desvergonzada “inequidad”.
A morir, siempre tienen que ir los hijos de los pobres.
Y como nada de esto puedo entender, me toca guardarlo, como las cosas de Dios, en el secreto del corazón.