El arte consiste, fundamentalmente, en esa capacidad, poco frecuente, que algunos tienen para plasmar, sensorialmente, algunos valores superiores. Hay personas que cuando ponen dos palabras juntas; trazan una línea en un lienzo o dan forma a un trozo de barro, enseguida, descubrimos que hay en ellas “algo especial”.
Es evidente que Jesús, entre otras muchas cosas, supo acercarnos el Reino del Padre con arte. Y lo acercó a las espigas; a una higuera; a una barca o un lago; lo acercó al pan y al hambre saciada… Lo acercó con arte. Porque otro rasgo de los valiosos es que hacen lo complejo sencillo; lo lejano próximo y lo inmenso, capaz de albergarse en un niño.
Entre las muchas cosas que Jesús nos dejó con su arte fue el convencimiento de que a Dios Padre se le descubre conviviendo, compartiendo, siendo uno…, eso sí, con arte. Nos dejó el arte de la convivencia sin interés; la gratuidad exagerada; el amor sin medida… Nos dejó el arte de la fraternidad.
Y como ocurre siempre cuando algo te maravilla y enamora, ese arte del convivir limpio, piensas que se puede plasmar de forma inmediata; que basta un papel y ya el lapicero de la vida se mueve solo, haciendo arte. Y una y otra vez descubres la vida como un borrón y lanzas a la papelera experiencias de convivencia que nacieron con ganas, pero sin arte. Descartas dibujos mortecinos sin clase ni vida, porque solo se fijan en los límites…Y, aunque las medidas están bien, no expresan, ni llenan, no reflejan ni te levantan. Son dibujos inertes, cansados, amarillos… sin arte.
De vez en cuando, contemplando la obra de “otros artistas” te vuelve a inundar la noticia verdadera del arte. Y ves realizaciones y relaciones con “duende”; y ves personas libres y gratuitas y sinceras… y ves personas con emoción. Ves personas que inmediatamente, sin decirte, te dicen: “tengo arte”.
Y ahí, justo ahí, es cuando descubres que el arte de la comunión no es solo disciplina, ni tiempo, ni formas, ni historia… es solo arte de fe. Don que para recibirlo hay que poseer gracia, búsqueda y libertad. Don, que como ha ocurrido a lo largo de la historia, con todas las artes, ni está tan repartido, ni se ha aprendido en el lejano noviciado.
El arte de la comunión es el arte de la vida. Es saber crecer y ponerle nombre a las etapas de la historia vivida y por vivir. Es dialogar con los afectos, transitar el corazón y dejarte sorprender por lo que sientes y no sabías; por lo que sabes y no sientes. El arte de convivir es una experiencia intensa, profunda… es arte de amor en gratuidad sin medida. Pero amor.
Por eso, pensar que cualquier cosa es comunidad con arte, amén de ingenuo es desgastante. No provoca admiración… que, a veces, es lo único que buscamos. Lo peor es que no provoca adhesión. Retahílas de palabras sin arte; cadenas de rezos con la palabra unidad que, como mantra, ataje la división, lejos de volvernos al arte de la comunión, nos separa, distancia y, todo lo más, nos convierte en críticos del arte (de la comunión) sin arte.
El gran problema no son los intentos fallidos de comunidad sin arte; lo más peligroso es que lleguemos a pensar que el arte es imposible. Que convivir es mandar, reiterar o repetir… hacer lo que se hizo, aislarnos, enquistarnos y sobrevivir. Lo peor es que algunas personas, a penas, recuerdan el arte, y hasta han encontrado el gusto en el desgaste, la murmuración, el juicio y la soltería. Lo peor es no darte cuenta de que esto nuestro no existe sin arte, o fe, o presencia de Jesús, o amor verdadero… que lo mismo es.