Lo escribí hace años para la Iglesia que el Señor había confiado a mi cuidado pastoral. Lo escribí con motivo de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, patrona de aquella Iglesia. Lo comparto hoy con todos vosotros, con la esperanza de que, en el misterio de la Virgen María y en el misterio de la Iglesia, contemplemos las obras de Dios, las maravillas de la gracia, el esplendor de la divina belleza: ¡Contemplemos, admiremos, agradezcamos, amemos!
María, puro milagro de la gracia:
Por el misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, Dios preparó una digna morada para su Hijo.
Digno de Dios sólo puede serlo lo que Dios hace digno. Esa dignidad no es cuestión de riqueza o de grandeza, de poder o de saber, de nacimiento o de religión, de salud o de nobleza, cosas que ni se requieren antes de la elección divina ni se añaden después. Ser digno de Dios es cuestión de gracia, y sólo con la efusión de su gracia dispuso Dios la morada que había de acoger dignamente a su Hijo.
Os hablo de esto, queridos, porque intuyo la dificultad que cada uno siente ante la propia pequeñez; conozco, por haberlo experimentado, el temor que causa la debilidad; adivino el desconcierto ante lo evidente de nuestras deficiencias en la realización del proyecto de Dios, y lo discreto de su gracia en nuestras vidas.
Fijaos en María de Nazaret. De ella no se dice dónde nació, no sabemos quiénes fueron sus padres, nadie consideró digna de mención la instrucción que recibió, nada se dice de su fama o de su fortuna. Cuando los evangelistas se refieren a ella, en realidad es para hablarnos de otros, como si su nombre no mereciese aparecer por sí mismo en ninguna historia. Era “la esposa de José”, la “madre de Jesús”, como si todo su ser estuviese concentrado en lo que era para su esposo y para su hijo: “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado el Mesías”[1].
El designio de Dios es, también para María de Nazaret, gracia y misterio, luz y oscuridad, gozo y sufrimiento: “María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo”[2].
Fijaos en la dote de soledad y abandono que recibe esta mujer que abraza confiadamente el designio de Dios sobre la propia vida. Si un ánimo recto, el de José, había decidido evitarle el oprobio de la infamia y de la muerte, no le habría evitado sin embargo la amargura del repudio: “Su esposo, José, que era hombre recto y no quería infamarla, decidió repudiarla en secreto”[3].
Fijaos también en lo que todos hemos recibido por esta mujer, que parece no haber existido más que para José, para Jesús, ¡para nosotros! Por ella se nos ha dado todo, pues se nos ha dado Dios: “Dará a luz un hijo, y (tú) le pondrás de nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados. Esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: «Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán de nombre Emanuel» –que significa Dios con nosotros-”[4].
A esta mujer, que su esposo habría repudiado, Dios la ha escogido y preparado para que su Hijo encuentre en ella “una digna morada”.
Pequeñez, debilidad, desproporción entre lo que somos y lo que se nos pide hacer, no parecen obstáculos, sino más bien condiciones necesarias para que alguien sea llamado a cumplir una misión divina, pues todo es y ha de parecer puro milagro de la gracia.
La Concepción Inmaculada, misterio de gratuidad:
Muchas veces habréis orado en la Liturgia con las palabras del Cántico de Ana, la madre del profeta Samuel.
En la Sagrada Escritura hallamos algunas narraciones que, de modo especial, ponen de manifiesto la dimensión de gratuidad que tienen las obras de Dios. Todo es gracia, pero si la estéril da a luz, su hijo será siempre una memoria viva del favor de Dios, como si llevase escrito en la frente: ¡Nacido de Dios! ¡Pura gracia! ¡Puro don!
Esa experiencia de gratuidad lleva consigo alegría de fiesta y canto de agradecimiento: “Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios”.
No os será difícil apreciar en la confesión cristiana de la Virginidad de María, una manera de expresar nuestra fe en la gratuidad de la Encarnación del Hijo de Dios. El credo lo dice con palabras solemnes: “Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”. Este Hijo es pura gracia, para María y para nosotros. Su nacimiento, puro don. Así lo entendió María de Nazaret, así lo vivió, y de ello nos ha quedado testimonio en las palabras de su fiesta y de su canto: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava… El Poderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es Santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”.
Si la virginidad de María resalta la dimensión de gratuidad en el misterio de la Encarnación, ése es también, a mi modo de entender, uno de los aspectos más significativos del misterio de la Inmaculada Concepción. Todo en la Virgen María es don del amor de Dios, todo es hechura de su gracia, todo es reflejo de su belleza.
En la liturgia de esta solemnidad, la Iglesia ha querido recoger la fiesta, la alegría y el canto de quien todo lo agradece a Dios porque todo lo ha recibido de Dios: “Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios; porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novia que se adorna con sus joyas”. Todo es de Dios en esta fiesta de la fe.
Gózate en tu pequeñez, Iglesia amada del Señor, pues en esa pequeñez se manifiesta el poder salvador de tu Dios. Tu hermosa fecundidad en la caridad es obra del Espíritu Santo. Tú misma eres puro don del amor de tu Dios, pues su gracia te santifica, te embellece, te mueve, te inspira, te alienta: “Has hallado gracia ante Dios”.
La Concepción Inmaculada, cita con la cruz de Cristo:
La liturgia de este día nos recuerda que existe un vínculo permanente y necesario entre este misterio de la Virgen María y el misterio pascual de Cristo Jesús: “… en previsión de la muerte de tu Hijo preservaste a la Virgen María de todo pecado”.
La obediencia del Hijo de Dios hasta su muerte, ésa es la fuente de toda gracia, también de esta gracia única que fue la concepción inmaculada de la Virgen María.
No quiero que ignoréis, queridos, que los dones de Dios, los que recibió su santísima Madre y los que recibe la Iglesia –la concepción inmaculada de María y nuestro bautismo, su maternidad divina y nuestra fe, su asunción gloriosa y nuestra esperanza, su plenitud de gracia y nuestra salvación-, todos ellos nacen y crecen en el misterio pascual de Cristo Jesús: “Dios tuvo a bien salvar a los que creen con esa locura que predicamos. Pues mientras los judíos piden señales y los griegos buscan saber, nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos un escándalo, para los paganos una locura; en cambio, para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Mesías que es portento de Dios y saber de Dios: porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios más potente que los hombres”.
Es como si la Virgen María, la mujer que Dios escogió para ser madre de Cristo, fuese antes y en verdad hija del amor de su Hijo, hija de la obediencia de su Hijo, hija de su entrega, de su pasión, de su muerte, de su resurrección.
La belleza de María, también la de la Iglesia, nace de la obediencia de aquel “siervo de Dios”, del que se dice: “Desfigurado, no parecía hombre ni tenía aspecto humano… Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente”. La gracia de María, también la de la Iglesia, tiene su fuente en la debilidad de Dios; la gloria, la de María y la nuestra, amanece en el oscurecimiento-abajamiento del Hijo de Dios.
María “está junto a la cruz de su Hijo” desde el momento mismo de su concepción, pues de aquella cruz desciende el río de la gracia que la llena. Y así estamos también nosotros “junto a la cruz”, pues la Madre del Señor, es en la plenitud de su gracia “comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura”. Estamos “junto a la cruz” por la gracia de la elección, por la santificación del bautismo, por el Espíritu que hemos recibido, por la eucaristía que celebramos y comulgamos. En realidad, nacimos “junto a la cruz”, pues del costado del nuevo Adán, en aquella cruz dormido, nació la Iglesia su esposa, “llena de juventud y de limpia hermosura”.
A vosotros, hermanos míos, que os sentís pobres y pequeños y frágiles, he de pediros ante todo que os reconozcáis en esa Iglesia, esposa de Cristo, Iglesia joven y hermosa. Considerad lo que sois, lo que de Dios habéis recibido por la locura de la cruz, por la debilidad de Dios. Y no añoréis más riqueza que la recibida de Cristo crucificado; no pidáis más grandeza que la de llevar en vuestro cuerpo las llagas de Cristo; no deseéis más fuerza que la del amor manifestado en la cruz de Cristo.
¡Qué grande es la obra de Dios en María, en la Iglesia, en vosotros! Permaneced junto a la cruz, amad a Cristo crucificado, seguidlo por el camino de la pobreza, la humildad, la obediencia, la debilidad. ¡Sólo Dios es Dios!
¡Qué pregón tan glorioso para ti, Virgen María!:
¡Contemplar, admirar, agradecer, amar! Volvemos todavía los ojos hacia la Bienaventurada Virgen María, y la saludamos con palabras de san Francisco de Asís, que en ella, esclava y Madre, vio unidas en admirable misterio pobreza y humildad, grandeza y gloria:
“¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, virgen hecha Iglesia, elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Defensor, en ti estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien! ¡Salve, palacio de Dios! ¡Salve, tabernáculo suyo! ¡Salve, casa suya! ¡Salve, vestidura suya! ¡Salve, esclava suya! ¡Salve, Madre suya! Y, ¡salve, todas vosotras santas virtudes, que por la gracia e iluminación del Espíritu Santo, sois infundidas en los corazones de los fieles, para hacerlos, de infieles, fieles a Dios!”
Y recordando que ella, la Virgen María, es “comienzo e imagen de la Iglesia”, puedo intuir en las palabras de Francisco de Asís una maravillosa significación eclesial. Siempre, pero muy especialmente en este día de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, podréis oír en vuestra intimidad la voz de un saludo: ¡Salve, palacio de Dios! ¡Salve, tabernáculo suyo! ¡Salve, casa suya! ¡Salve, vestidura suya! ¡Salve, esclava suya! ¡Salve, Madre suya! ¡”Qué pregón tan glorioso para ti”, Iglesia santa!, porque en ti, pobre y humilde, brilla el Sol de justicia, Cristo, nuestro Dios.
Feliz día de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
[1] Mt 1, 16.
[2] Mt 1, 18.
[3] Mt 1, 19.
[4] Mt 1, 21-23.