viernes, 19 abril, 2024

¡CONSOLAD A MI PUEBLO!

Cuando buscamos dónde situar el sentido y razón de ser de la consagración, pocos mandatos más expresivos que este: Lo vuestro es ser consuelo del pueblo. Nacimos en tiempos de dolor para ser bálsamo y protección ante el mal. Para estar con los últimos y convertir a los débiles en los privilegiados de un amor que la vida y sus circunstancias a lo largo de la historia les roba.

Estamos confinados. Sin saber muy bien hasta dónde y hasta cuándo. Estamos con medios, muchos. Pero con carencias. Quizá aquellas que el coronavirus ha hecho aparecer en estas sociedades del bienestar: la soledad es más sola; la ancianidad más anciana y la dificultad de movilidad, casi, una esclavitud. Es como si el contagio todavía no trajese nada nuevo, sino que fuese una luz sobre lo que desgraciadamente está latente, es real y nos va, poco a poco, confinando a ser habitantes de un mundo y una sociedad solo unida por una atiborrada información que asusta.

Ayer fue el día de inflexión. Lo que esperábamos se materializó. A lo largo de la jornada se sucedieron acontecimientos y decisiones de nuestros políticos. De manera lenta, muy lenta. Y, frecuentemente, de manera torpe. Muy torpe.

En conjunto los portavoces de la Iglesia están callados. Demasiado. A remolque. Esperando. Y ahí es donde el «consolad a mi pueblo» me ha retumbado con más fuerza. Como el fuego. Miles de mensajes contradictorios que, como siempre en los más débiles hacen daño. Todavía hay quien escribe en digitales la tremenda «herejía» que supone no comulgar en la boca… sin que ninguna voz autorizada les diga, sin más, que quienes así hablan no es que estén en otra «iglesia» (con minúscula), están en otro planeta. Ayer sábado, tarde, muy tarde, también llegó retrasada la nota liberando conciencias para decir que la Eucaristía se puede seguir desde casa, que la comunión espiritual es valiosa y prioritaria, que el compromiso cristiano y evangélico hoy es quedarse en casa…

Vivo en un barrio anciano donde se respira y nota más el miedo. ¡En estos barrios hay poco clima de barrio…! Son convivencias circunstanciales de zona. Independencias sumadas que hacen más duro el aislamiento. Ayer a las 10 de la noche, de nuevo, las redes pusieron de manifiesto una evidencia: El pueblo es mucho pueblo; la conciencia de debilidad, cuando es comunitaria, se convierte en fortaleza. Subí a la terraza porque tenía que llenarme de alguna noticia positiva. A lo lejos y también en las ventanas próximas, muchas personas solas, cada una en su casa, ofreciendo aplausos frágiles a nuestros sanitarios. Un repique de aplausos que duró minutos, muchos, y que se sumaron a las abarrotadas terrazas y ventanas de los barrios jóvenes de la ciudad que convirtieron la noche en un sonoro aplauso a tantos sanitarios y servidores públicos que hoy, especialmente, son nuestra confianza.

En mi terraza enorme, yo estaba solo. En frente, un anciano, también solo. Al verme, levanta la mano y me saluda, le devuelvo el saludo. No nos conocemos. No aplaudimos. Su casa iluminada evidencia que está aislado. Tras unos minutos, entra en el salón de su casa y apoyado en la mesa, lo veo llorar. No se esconde. Me está gritando, con lenguaje no verbal, que tiene miedo y que el peso de la soledad es un añadido al virus. Pasan los minutos. Se siguen oyendo aplausos cada vez más distanciados y leves. Seguí en la terraza… mirando, rezando y haciéndome preguntas. Cuando ya los aplausos se silenciaron y las luces de las ventanas se fueron apagando. Mi vecino anónimo, de nuevo, me miró, levantó la mano y me dijo adiós. Lentamente lo vi arrastrando los pies hasta que apagó la luz. Le pido al buen Dios que le conceda una noche tranquila, un buen descanso y la esperanza de la luz. También lentamente me retiro a la habitación… no puedo dormir. Me abofetea la pregunta sobre cómo estamos siendo consuelo del pueblo quienes consagramos la vida a un todo para Dios. Me miro y miro a mi alrededor y, hoy por hoy, percibo obesidad informativa, cuidado obsesivo y protección… A lo mejor, esta situación pide a nuestras comunidades –como leo en la primera lectura de este domingo– que nos dejemos interpelar, nos preguntemos y respondamos: «¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?». Y si el sí, es sí, que consolemos al pueblo.

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