Los verbos que conjugan nuestra vida están en todos los tiempos. El juicio final, que nos muestra hoy a un Cristo Rey, dicta una sentencia presente y nos hace comprender que el pasado y el futuro se unifican en el amor.
Jesús lo explica a sus contemporáneos con la escenificación teatral de un juicio. Se representa el final de la Creación en un escenario descrito por Mateo. Es tan plástico que los pintores, de todos los tiempos, no se han resistido a representarlo y a sugerir su idea de salvación o condenación.
La obra comienza diciendo: “Cuando venga el Hijo del hombre en su gloria reunirá a todas las naciones”. Y lo hará tal y como prometió en la Ascensión; y esta vez no será en carne, sino transido de gloria. De ahí la grandeza de una escena que conecta pasado y el futuro.
El actor principal es Jesús. Aparece en majestad y actúa como juez del Reino de Dios que vino a traer. Su papel es el de impartir justicia, en el presente, a los que nadie defiende. Éstos son representados como ovejas dóciles, fecundas y fieles. Se afirma de ellas que estarán junto a Cristo ya que las conoce al compartir su vida; fue llamado el Cordero de Dios. A la vez, apartará de sí a los que han evitado practicar misericordia con los más insignificantes: leprosos, enfermos, heridos, separados, parados, extranjeros. Éstos están representados como cabras; por ser díscolos, imprevisibles e infieles. No reconocen a Cristo.
No sabemos el momento en que ocurrirá todo ésto, pero sí la sentencia y las preguntas del fiscal. De ahí que lo más sensato sea modificar “ya” nuestra manera de vivir y de obrar.
Porque palabras, lo que se dice palabras, se oirán pocas. El mismo Jesús comenzó el Reino con más gestos que palabras: convirtió el agua en vino, curó a los enfermos, echó demonios y, sólo después, contó parábolas e iluminó con doctrina. El actuar fue previo al hablar y llenó de contenido su mensaje. Nosotros somos más de hablar que de hacer; si no contamos lo que vivimos parece que no ha sucedido. “In-formamos” la vida con palabras, pero no damos a luz la caridad. Y lo que cuentan son las obras preñadas de misericordia y ofrecidas con gratuidad.
Obras que ayuden a Dios a reinar. Y así, con nuestra colaboración, la vida se convierta en ámbito de fraternidad, de paz y de justicia. Y eso, ocurrirá a través de nuestras manos y de una Iglesia que no quiera pactar con la injusticia. Todo eso, hasta el día en que Cristo venga y reine en majestad. Ese día se acabará el poder de la muerte y se nos desvelará el sentido del sufrimiento. Y se pronunciará el veredicto del rey: “Venid benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”.
Así termina la representación: Animándonos a reinar con Él al concluir el año litúrgico. La Palabra abunda en el amor al hermano y amarlo ya ahora -mientras escribo y tú lees- y amar a los no amables; a los últimos e insignificantes. Entonces, te sobrarán las palabras y el paso del tiempo; porque todo será un “hoy” en el que ha quedado conjugado el verbo amar.