Cuando a un niño le preguntan: “¿tú que quieres ser de mayor?”, muchas respuestas suenan así: “yo, médico, como mi papá”; o: “yo, profesora, como mi mamá”. Los niños y los jóvenes necesitan referentes con los que identificarse, personas que les sirvan de modelos, espejos en los que mirarse. Los padres y, por extensión, las personas más cercanas a ellos, son el primer modelo. En muchas ocasiones, el niño termina pareciéndose al modelo que en su infancia le sedujo. Y cuando el niño se decanta por orientar su vida de forma distinta a la de sus progenitores, no deja de valorar el trabajo que sus padres hicieron. Más aún, el talante, el espíritu con el que sus padres desarrollaron su tarea, logra impregnar la propia y distinta tarea del niño cuando se hace mayor.
Con la fe ocurre algo parecido. Necesita un clima adecuado para nacer, creer y desarrollarse. Cierto, a veces ocurre que de padres muy cristianos “salen” hijos no creyentes. Y a la inversa: hay buenos creyentes que son hijos de padres no cristianos. Pero lo normal es que los creyentes más convencidos hayan crecido en un ambiente cristiano. Y cuando el ambiente cristiano, por las razones que sean, no ha dado como resultado unos hijos creyentes, éstos, al menos, se muestran respetuosos con la fe de sus padres.
El colegio católico o los maestros católicos pueden ejercer una labor importante de cara a la transmisión de la fe, pero el papel de la familia sigue siendo fundamental y necesario. Cuando el ambiente familiar es sólo cristiano de nombre, cuando la familia reduce su presencia en la Iglesia a una serie de acontecimientos sociales (primeras comuniones, matrimonios o funerales), el niño y el joven son bien conscientes de que la fe que dicen tener sus padres no ha transformado sus vidas y, por tanto, de que para ellos la fe no tiene valor.
En suma, la fe, aunque sea un don de Dios, no nace por generación espontánea. Necesita de unos presupuestos, de un ambiente que provoque su nacimiento y facilite su crecimiento. En el terreno de los valores, y la fe es un valor, el contagio es el mejor transmisor. Cierto, el contagio no es suficiente, ni imprescindible. Pero lo normal es que se convierta en necesario. También aquí valen las palabras de San Pablo: ¿cómo creerán si nadie les predica? Para creer se necesita ver creer a otros