Y llega este domingo hermoso de tradición de estreno y de palmas y olivos. Y comienza la pasión. Pasión de una vida vivida sin medida y sin trabas que lleva a un fin lógico en la ilógica de la violencia.
Pasión de vida y pasión de muerte, la una no se suele dar sin la otra. Una violencia no buscada que sale al paso de Jesús como ese animal herido y acorralado que da zarpazos y dentelladas desesperados. Zarpazos de un sistema social-religioso que no puede ser violado, transgredido. Dentelladas de un poder que se protege a sí mismo con las mentiras de siempre y con las acusaciones de aire y nada. No podía ser que Dios fuese ese «Padre» que Jesús dibujaba y que el Reino fuese tan escandaloso y desconcertante.
Violencia que hace volver las cosas a su sitio: Dios otra vez encerrado entre cuatro paredes en el Templo y el Reino reducido a la caricatura miserable de una ley pensada y vivida para alargar las filacterias y los mantos.
Y la violencia tapa la blasfemia («Ya lo habéis oído de sus labios. No hay necesidad de testigos») y pone al derecho el mundo al revés que Jesús nos regaló y nos regala. Todo queda reconducido hacia una paz construida en la injusticia.
Y nuestro Dios, el inocente, es «contado entre los malhechores «. El final no podía ser otro: un Dios humano que sufre la justicia injustificada del vértigo ante lo increíble de un Dios que no tira piedras a la pecadora pública. Un Dios ajusticiado como un asesino o un ladrón, con una muerte ignominiosa que grita que el orden triunfó y que la impureza ya fue borrada.
Ya podemos estar tranquilos Dios vuelve a ser dios: el que manejamos, el que deformamos a nuestro gusto, el que nos dice que sí, que vivamos con orden y comedidamente. El condenado es el otro: el Dios que vivió con pasión el amor y recibió la pasión de la justicia miserable de la seguridad mediocre y tibia.
Feliz semana de pasión, cada uno según quiera y elija.