CON LOS OJOS DEL ALMA: LA PRESENCIA INVISIBLE

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cimg0043(M. José Pérez, Carmelita Descalza). El aire no se ve, pero percibimos su soplo enredando nuestro cabello o danzando en las copas de los árboles.

Los místicos no buscan definir a Dios. Bien lo expresó Gregorio de Nisa, allá por el siglo IV: «Los conceptos crean ídolos de Dios, solo el sobrecogimiento presiente algo».

Ni Teresa ni Juan de la Cruz pueden hablar del Dios al que nadie ha visto jamás (Jn 1, 18), pero sí muestran la quemadura que les produjo su llama.

A menudo, nos conformamos con pequeñas saciedades, con sucedáneos de Dios: un programa de televisión, los pasillos de una galería comercial, un teléfono móvil…

Nos defendemos de Dios, hasta que un día descubrimos que no hay quien llene nuestras cavernas interiores fuera de Él. Y entonces, nos sorprendemos diciendo, como la esposa del Cántico: «No quieras enviarme/de hoy más ya mensajero,/que no saben decirme lo que quiero».

Estamos hechos para Él. Y –como afirma Juan de la Cruz–, el corazón «no se satisface con menos que Dios».

Es fácil encontrar en nuestros ambientes religiosos a personas insatisfechas, subalimentadas, aunque vivan sentadas a la mesa de un fantástico banquete. Incapaces de alargar la mano y tomar el alimento. No saben o no pueden, o no quieren…

A fuerza de oír hablar de Dios, lo convertimos en un objeto más de nuestro mobiliario doméstico.

El día que descubrimos aterrados nuestro vacío, podemos atisbar la enormidad del don que nos aguarda. Y al Dios que «no está deseando otra cosa, sino tener a quien dar, que no por eso se disminuyen sus riquezas» (6M 4, 12).

Estamos hechos para la intimidad amorosa, pero vivimos prisioneros de nuestras actividades, de nuestra agenda, vacíos. Trabajamos por Él, pero como el hermano mayor de la parábola, somos funcionarios, y no hijos.

Aunque, claro, no siempre es así… Conocí en Venezuela a una misionera que pasaba de los noventa años. Por razones que ignoro, ella quiso contarme su historia. Encuentro tras encuentro, fue relatando los episodios de su larga aventura personal. Dios ardía en ella y mantenía su corazón joven y enamorado. Dios bailaba en sus ojos, como el viento mece las hojas: no se ve, pero no nos cabe duda de su presencia.