Necesito oír testimonios verdaderos de la comunidad, búsquedas reales y compromisos reales de lo que significa la vida compartida sin otra atadura que la gratuidad del Reino. Por eso cada vez me daña menos la destrucción de algunas formas comunitarias. Aquellas que se emplean a fono en satisfacer los propios complejos, las sostenidas en la medida de la envidia, las relaciones parciales o la vulgaridad de tasar para que parezca todo justo… cuando lo que se logra es que todo sea mediocre. Ya, definitivamente, no me hace daño la extraña amalgama de construir relaciones desde el relato acabado de lo que nos pasó hace unos años, de quien vino, quien marchó o quien se equivocó. Son relatos de soltería o de contención al más puro estilo «Bernarda Alba». La Palabra de Dios es muy expresiva a este respecto, nos dice que los discípulos van volviendo al entorno comunitario, después de la misión, para que descansen con Él, le cuenten y se dejen contar; para que escuchen y hablen con la confianza que también es misión. Porque la comunidad necesita puertas y calle para que tenga sentido el cenáculo y la contemplación; necesita esfuerzo y reconocimiento del trabajo para que tenga donación; necesita tiempos de calidad, y no de ironía, para que cada uno cuente lo mejor de sí, que es la verdad, y así que no se limite la comunidad a aquello que no es: convivencia más o menos educada sin incidencia en la vida, ni en la espiritualidad, por supuesto.
Me encanta nuestro tiempo y nuestra gente porque afirma lo que quiere y no tiene miedo a negar lo que no le vale. No es un tiempo de formas, porque hay tantas como personas. Pero si es un tiempo de valores y esos no mutan, se mantienen. Hay muchos, que ya están dando pasos, se encaminan hacia la verdadera comunidad, luchan por ella y se van encontrando con otros y otras que también creen y se comprometen con ella. Cada vez hay más consagrados comprometidos con la verdad. No se callan y no se dejan envolver por estilos sin vida. Éstos, los que merecen la pena, no están con la crítica en los labios porque saben que su tarea son ellos mismos. Desde ahí, sueñan con ámbitos comunitarios donde la palabra amor no resulte un relato absurdo para la vida que solo adquiere sentido en el marco de una celebración litúrgica. Éstos han entendido que su opción vocacional es por puro amor, sin glosa ni sonrojo, y describen con sus gestos y palabras que la consagración sin amor es solo ficción para estériles.
Es la paradoja del cambio. Estamos transformando la vida comunitaria y avanzando hacia una transparencia que haga posible la comunión para las generaciones de este siglo. Quizá no se note mucho porque algunos seguimos buscando razones para ser en lo que hicimos y razones para convivir en lo que pactamos. Ahí suele desaparecer el «sueño de otra vida posible» aparece la visión práctica que se sostiene en la ironía, el escepticismo, el cálculo y el cargo. Aparece el anacronismo porque desaparece el amor. Definitivamente comunidad sí; algunas formas comunitarias existentes, de ninguna manera.