viernes, 26 abril, 2024

Cómo afrontar los desafíos que emergen en la dimensión de la comunión (II)

1. La respuesta: una “espiritualidad de comunión”
Partamos de la invitación que nos ofrece Vita consecrata en el nº 46: “Se pide a las personas consagradas que sean verdaderamente expertas en comunión, y que vivan la respectiva espiritualidad»1. Me parece que de esta afirmación afloran dos cosas:
– La vocación de la vida consagrada a ser expresión de comunión en la Iglesia y en el mundo.
– La naturaleza profunda de la espiritulidad, que no puede ser sino espiritualidad de comunión y para la comunión.
Ninguna de ambas cosas se ha de dar por descontada, y quizá en especial la segunda. Mi hipótesis de trabajo es que sólo de la espiritualidad puede venir una respuesta plena a los desafíos que hoy nos lanzan la Iglesia y el mundo, también y particularmente desde el punto de vista de la relación. Podríamos decir que los consagrados son expertos en comunión exactamente porque son expertos en espiritualidad, pero quizá hoy deberíamos redescubrir el sentido auténtico de este término, purificándolo de contaminaciones e incrustaciones varias, si de verdad queremos recobrar la centralidad de la espiritualidad en el camino de renovación de la vida consagrada y de recuperación de su naturaleza comunional.
1.1. Espiritualidad e identidad
Espiritualidad significa, ante todo, aquel lugar o aquel contenido o aquella relación con Dios dentro de los cuales busco y encuentro de modo continuo mi identidad. La espiritualidad no es ni puede ser ese algo elástico y vago, inmaterial e indefinido, que se reduce a la oración o incluso a prácticas de piedad, secreta y privada, impuesta por la Regla o sustancialmente facultativa, que cada cual puede llenar como bien le parece, e incluso modificable a discreción a lo largo de la vida. Más bien es la revelación progresiva en Dios de mi yo ideal, y revelación que forma una sola cosa con mi relación con Dios, la relación-madre; revelación que comienza con la teofanía, o sea, con la revelación que Dios me hace de sí mismo, y en la que al mismo tiempo –y esto es lo extraordinario– está escondida mi identidad personal2.
Para el consagrado, tal teofanía, que es también antropofanía, se produce en el carisma del instituto de pertenencia: en él, día tras día, se manifiesta el Padre y me manifiesta a mí mismo; en él y en sus componentes (desde la experiencia mística que está en la raíz de una inspiración carismática hasta el camino ascético y el servicio apostólico) se da la revelación cotidiana que nos revela a nosotros mismos.
Hay, pues, una idea fuerte en la base del concepto de espiritualidad: la espiritualidad es mi identidad o la fuente de ella. Se podría quizá decir que la espiritualidad es el correspondiente teo- lógico del concepto psicológico de identidad.
1.2. Espiritualidad y relación
En este momento hay que extraer una consecuencia muy importante: si es el carisma el que define la identidad, entonces en un instituto la identidad es algo que compartimos juntos, por extraño que pueda parecer, y este compartir es de algún modo “celebrado” en la referencia al carisma. Por tanto, la espiritualidad no es solo fuente de la identidad del individuo, sino también de la identidad común, y por tanto está en la base de la relación, la crea y la motiva profundamente, la purifica y sostiene, la provoca e impulsa, le impide reducirse a algo puramente psicológico a cerrarse en una bipolaridad asfixiante, excluyente y exclusiva. La espiritualidad es relacional.
Esto es mucho más evidente si reparamos en que “espiritualidad” deriva de “Espíritu” (no es un gran descubrimiento), que quiere decir relación, que es la relación en la familia Trinitaria, o que equivale a decir incluso que Dios es relación. Por tanto, la relación es una realidad espiritual, es santa, podemos decir, es tierra santa, lugar donde Dios habita, como por lo demás prometió Jesús mismo: “… donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20); en medio, o sea, en la relación, no de uno ni de otro, sino entre uno y otro.
Pero, entonces, si espiritualidad significa todo esto, la espiritualidad es ciertamente algo personal y que refleja el propio mundo interior, pero la del consagrado no puede ser una espiritualidad privada y subjetiva, sino que se abre a la relación; o, vista desde la otra vertiente, la relación dentro de la vida consagrada no puede ser sino espiritual, fundada en lo espiritual. En una perspectiva unitaria decimos que la relación espiritual que llega a la comunión entre miembros de la misma comunidad es exigencia totalmente natural y fundamental, por el mero hecho de que tienen en común la misma espiritualidad; por tanto, es un hecho ya cumplido, pero que también pide ser “ejecutado” o llevado a maduración día tras día.
En ese caso, la espiritualidad llega realmente a ser cada vez más relacional-comunional, y más en concreto llega a ser de hecho fuente de identidad, fundamento de la relación, camino de santidad y don que se comparte en la misión. Vienen a ser cuatro pistas abiertas ante nosotros. Veamos por orden qué implica en concreto cada una de ellas.
a) Compartir la espiritualidad y espiritualidad del compartir (=espiritualidad como fuente de identidad).
Sí, como hemos visto, es la espiritualidad la que me revela a mí mismo (o es fuente de identidad) y tal espiritualidad está marcada por el carisma y es, por tanto, común, será natural que compartamos la espiritualidad y que promovamos una espiritualidad del compartir y un compartir la espiritualidad, de modo que descubramos cada vez mejor la identidad común que todos estamos llamados a vivir en una fraternidad consagrada.
Lo pedía ya con fuerza, hace más de diez años, otro documento de nuestra Congregación, que quizá no se ha tomado muy en serio, cuando señalaba “la escasa calidad de la comunicación fundamental de bienes espirituales” en algunas comunidades, es decir, el hecho de que “se comunican temas y problemas marginales, pero raramente se comparte lo que es vital y central en la vida consagrada”3. De ahí la invitación del mismo documento que sigue siendo muy actual: “La comunión nace precisamente de la comunicación de los bienes del Espíritu, una comunicación de la fe y en la fe, donde el vínculo de fraternidad se hace tanto más fuerte cuanto más central y vital es lo que se pone en común”4.

b) De la identidad a la pertenencia, de la pertenencia a la identidad: (=espiritualidad como fundamento de la relación).
La espiritualidad es también fundamento de la relación, como hemos visto, o sea, le da valor y la motiva profundamente como “camino del Espíritu”, camino a lo largo del cual Dios llega a mí y yo alcanzo a Dios, mientras que el otro, el hermano de comunidad, es la mediación para mí de la presencia y voluntad del Eterno. Es el llamado “principio del tercero” (humano y divino)5.
Esto significa, en concreto, que vivir en fraternidad quiere decir aceptar que sea justamente con estos hermanos y hermanas, a los que no he elegido y que no me han elegido, como puedo descubrir quién soy y quién estoy llamado a ser. Como dice el P. Radcliffe con provocadora claridad: “Ponerse en las manos de los hermanos en la profesión religiosa es aceptar que la propia identidad no esté ya en las propias manos. La fraternidad es una identidad indeterminada”6, que es la auténtica identidad del creyente.
Y quizá precisamente por eso es también el sentido de la obediencia, de la obediencia fraterna, una verdadera y propia frontera, hoy, del voto de obediencia7. Por ese mismo motivo, el propio Radcliffe afirma que siempre ha sido contrario, por ejemplo, a la tendencia a preguntar a los hermanos antes de una elección si aceptarían ser superiores: “no me corresponde a mí decir si pienso que estoy en condiciones de desempeñar ese papel. Les toca a mis hermanos hacer el discernimiento”. Más aún, “la identidad indefinida del voto de obediencia es un signo de esa marcha hacia el autoconocimiento que hacemos con los extraños por el camino del Reino. Significa que no conocemos quiénes somos sin el pobre, el anónimo y el silencioso…”, pues tal es la historia cristiana: “historia del continuo y exigente compromiso con los extraños, abandonando el derecho a decidir quién soy. Nadie sabrá jamás quién es sin cada uno de los demás”8, en un proceso que se realiza de modo continuo (formación permanente), y pide la libertad de la docibilitas, en especial a nivel de relación (docibilitas relacional)9.

c) Santidad comunitaria: comunión de santos y de pecadores (=espiritualidad como vida de santidad).
Otra consecuencia estrechamente conectada con la idea de espiritualidad comunional es la idea de santidad comunitaria, como tensión ideal de un camino de perfección que no puede entenderse ya como exclusivamente del individuo, como camino individual o aventura solitaria. Tenemos ya muchos santos individuales; hoy se necesita ante un mundo (y quizá una Iglesia) que está perdiendo el sentido de la fraternidad, el testimonio de un conjunto de hermanos que se han santificado viviendo juntos, perdonándose juntos y tratando de comprenderse, corregirse y exhortarse mutuamente, de sobrellevar cada uno la carga del otro y de encomendarse uno a otro. Es la santidad comunitaria que atrae y llama la atención, y es signo de cómo el amor del Eterno es más fuerte que todas nuestras divisiones10.
La santidad del individuo tiene sabor a excepción, como si no fuera regla para todos; la santidad de todos es, en cambio, testimonio convincente, mensaje verdaderamente profético hoy, y de hecho se realiza por medio de los instrumentos de integración del bien y del mal, desde la collatio hasta el proyecto comunitario, hasta el discernimiento comunitario; desde la corrección fraterna hasta la revisión de vida…11

d) Del compartir la espiritualidad a la confesión de la fe (=espiritualidad como primer don que compartir en la misión).
En fin, la espiritualidad de la comunión y del compartir revierte de modo importante sobre el anuncio. No sólo porque refuerza la fraternidad y hace redescubrir de modo continuo la belleza de un don que no se puede quedar en el ámbito privado y que hay que anunciar a todos, sino porque capacita, en cierto modo, para ser mensajero. En una fraternidad en que se aprende el arte y el esfuerzo de compartir la fe y el don del Espíritu, comunicándolo con sencillez y normalmente a los propios hermanos y disponiéndose a recibir el mismo don de cada uno para que todo sea de todos, se aprende también un estilo preciso y precioso para confesar luego la fe con palabras fáciles y sencillas en el momento del anuncio. Es la imagen de la comunidad-laboratorio, como recomienda el documento sobre la vida fraterna en comunidad: “Este ejercicio de comunicación [de los bienes espirituales] sirve también para aprender a comunicarse de verdad, permitiendo a cada uno, en el apostolado, ‘confesar la propia fe’ en términos fáciles y sencillos, a fin de que todos la puedan captar y gustar”12.
De este modo, la confesión de la fe activa el dinamismo que va de la aculturación a la inculturación, y el anuncio se transforma en experiencia de gran fraternidad.
Se confirma así que la nueva evangelización no consiste en estrategias pastorales originales y sofisticadas, sino que proviene sobre todo de la calidad e intensidad de las relaciones que se establecen entre nosotros, o sea, de la calidad de la vida espiritual. O, como afirma Arturo Paoli, “hoy el término evangelización no es ya sinónimo de catequización y menos aún de conquistar o hacer prosélitos. Me parece mucho más cercano al término acuñado por Teilhard de Chardin amorizer le monde, amorizar el mundo”13. Como si dijéramos: no se evangeliza lo que no se ama, o allí donde no se ama…
2. Algunas señales de renovación de la fraternidad religiosa
Con estas cuatro perspectivas hemos indicado, por un lado, cómo responder a los desafíos planteados hoy por la cultura actual a la vida consagrada desde el punto de vista de la misma relación; por el otro, cómo abrir hoy nuevos caminos al futuro de la vida consagrada misma. Intentamos ahora indicar algunos pasos de estos nuevos caminos, a título de ejemplo y sin pretensión alguna de exhaustividad, como signo de ese viaje-peregrinación hacia una tierra prometida en el que todos estamos empeñados, construyendo relaciones nuevas.
Una comunidad religiosa interpreta y encarna la renovación de la fraternidad en la medida en que14:
– ante todo, es lugar de un camino de formación permanente para la vida de relación, para el sentido de la alteridad, para la capacidad de aceptación del diferente, para la obediencia fraterna, para el gusto por la colaboración, para la superación de egocentrismos infantiles y de narcisismos propios de adolescentes;
– pasa de la lógica de la observancia a la de la comunión, o aspira no sólo a “hacer el bien”, sino también al “quererse bien” de sus miembros, en una fraternidad en que el componente afectivo-agápico se suelda fuertemente con el apostólico;
– aprende y enseña a vivir, dentro de ella, la comunicación de la fe y de la oración, gracias a las cuales nos iluminamos y apoyamos mutuamente en el camino fatigoso de la vida y de la consagración y proyectamos juntos la vida de modo evangélico y según el don carismático recibido;
– pero antes todavía educa en una forma orante plenamente relacional, en la que cada día se redescubre a Dios como el “Tú” de la persona consagrada, fuente de toda relación y de toda belleza;
– se inspira cada vez más en un modelo familiar, entendido en sentido amplio, en los modos de habitar, en la organización de las relaciones internas, en las relaciones con el entorno, en la recuperación de las dimensiones normales de la cotidianidad (trabajos domésticos, cuidado de la casa, sobriedad y discreción, uso responsable de las cosas, ritmo “humano” en la organización de la jornada…);
– testimonia y confiesa la fe y la esperanza, más fuerte que toda desesperación, pero también lo que es típico de la observancia y testimonio religioso (por ejemplo, los votos) o lo que constituye la riqueza (por ejemplo, la espiritualidad característica), como bien del que hay que hacer partícipes también a los externos, a los laicos que entran en contacto con ella;
– interpreta todo esto, en particular el compromiso de los votos, cada vez más a la luz de la categoría de la fraternidad (obediencia fraterna, pobreza como comunicación de bienes materiales y espirituales), virginidad como fuente de amistad y capacidad relacional;
– aparece cada vez menos replegada y concentrada en sí misma y en cómo arreglárselas ella; fiel a su identidad misionera, está cada vez más proyectada al anuncio del evangelio como buena nueva de fraternidad para todos, en particular para quien está más tentado de sentirse marginado de toda fraternidad y de sentirse menos amable y amado;
– recupera el sentido de la hospitalidad y de la acogida como dimensión natural de la vida consagrada, no sólo en el sentido de la apertura de la propia casa, sino también de la disponibilidad para participar en la vida de los demás, saliendo de todo régimen de separación y testimoniando con más eficacia el Reino que viene y está ya entre nosotros;
– vive también el apostolado como expresión de fraternidad, donde cada uno actúa con la conciencia de ser enviado por la fraternidad, en su nombre y gracias a ella (a quien lo ha preparado y ahora lo sostiene o lo sustituye), y por tanto permaneciendo en estrechísimo contacto con ella en cada fase de su trabajo apostólico, más allá de toda forma infantil de propiedades privadas, celos y envidias apostólicas;
– se enraíza tan profundamente en el territorio y en la cultura local (aprendiendo su “lengua”) que puede acoger los retos que vienen del ambiente en que está establecida la comunidad15, pero de modo que también pueda lanzar sus retos al mismo ambiente;
– se convierte en lugar y sujeto de formación permanente, pero también de animación vocacional. En todo caso, su estilo de vida se convierte en testimonio luminoso y contagioso de la belleza de Dios y del seguimiento de Jesús16.
3. Conclusión: «Fray Nadie»
Es difícil escribir el futuro hacia el que caminamos con las palabras de cada día, o describirlo con las imágenes habituales. Por eso querría recurrir a la visión de un poeta, ya que sólo la poesía logra decir lo indecible y dar forma a lo que el lenguaje común o la prosa diaria, la que nos sirve para ir tirando aquí y ahora (también espiritualmente), tiene dificultades en articular y hacer significativo y profético. Es la poesía del P. Turoldo, infatigable y riguroso cantor de la nostalgia de Dios.
Y, en particular, la poesía cantada por él en este poema:
«Fray Nadie»
¡No viváis ya en conventos de piedra
para que el corazón no sea de piedra!
Y también vosotros, hombres, no convirtáis
en garras vuestras manos.
Libres, oh monjes,
volved sin alforja, desnudos
los pies sobre el asfalto.
Sea el mundo
vuestro monasterio
como lo era Europa.
Abatid las estructuras reticulares
de estas ciudades-campos de concentración,
en que cada uno está cercado
por la sospecha hasta del hermano,
de quién sea el primero en matar.
Básteos una tienda para resguardaros
de las tormentas,
y Dios vuelva vagabundo
a caminar por las calles,
a cantar con vosotros
los salmos del desierto.
Básteos leer vuestro nombre
en el viento y el cielo azul;
susurrado bajo una palmera
en las pausas de los cantos.

Fray Nadie,
eres la antigua imagen de Cristo
desparramado en cada jirón de humanidad
estandarte que nos falta…
La gloria ya no habita en el templo
desde que el Tentador
hizo del pináculo
su residencia estable.

1 Vita consecrata, 46.
2 Cf CIVCSVA, Elementos esenciales de la enseñanza de la Iglesia sobre la vida religiosa, Roma 1983, 45.
3 CRIS, La vida fraterna en comunidad, 1994, 32.
4 Ibídem.
5 He profundizado en esta idea en mi volumen Dalla relazione alla condivisione, Bolonia, pp. 48-56.
6 T. Radcliffe, Forti nella debolezza, en “Testimoni” 20 (2004) 28.
7 Cf. A. Cencini, Fraternità in cammino. Verso l’alterità, Bolonia 1999, pp. 101-113.
8 R. Williams, cit. por Radcliffe, Forti, 29.
9 Sobre el concepto de formación permanente y de docibilitas cf A. Cencini, Il respiro della vita. La grazia della formazione permanente, Cinisello B., 2003, pp. 34-37.
10 Es significativo, en este sentido, el hecho paralelo, y cada vez más frecuente en la iglesia de hoy, de la canonización o de los procesos de canonización de parejas de esposos, que se santificaron en la vida conyugal y por medio de la relación conyugal.
11 Sobre el uso concreto de estos instrumentos cf A. Cencini, “Come olio profumato”. Strumenti d’integrazione comunitaria del bene e del male, Milán 1999.
12 La vida fraterna, 32.
13 A. Paoli, Gettati nel mondo, en “Rocca” 10 (2006) 52.
14 Cf A. Cencini, Fraternità in cammino. Verso l’alterità, Bolonia 1999, pp. 90-91.
15 Cf ibidem, 4-6; cf también G. Pegoraro, La via è la reciprocità, en “Testimoni” 3 (1995) 27-28.
16 Cf Cencini, “Come rugiada del Ermon”. La vida fraterna, comunión de santos y de pecadores, Milán 1997, pp. 22-24.

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