Hay ciudades con muchos puentes. Un ejemplo puede ser la ciudad de Valencia: son muchos los puentes que unen ambas orillas del cauce del río que separa la ciudad. No cabe duda de que estos puentes son importantes para que la ciudad esté bien comunicada. Pero lo importante no son los puentes materiales, aunque ellos pueden ser un buen signo. Lo importante son los puentes que construimos en nuestro corazón. Y, por supuesto, los muros que levantamos en nuestro corazón. Los puentes y los muros que importan son los psicológicos, los afectivos, los que unen o separan a las personas. Los buenos puentes y las buenas carreteras no son las del asfalto, sino las del amor.
Los puentes y los muros hoy tienen muchos nombres: barcos que ayudan a los náufragos en el mar Mediterráneo, o barcos que no pueden ayudar porque los gobiernos les impiden salir de los puertos en los que están varados, leyes que favorecen la vida buena de los pensionistas o de los que necesitan medicinas, comedores y albergues sociales, caritas parroquiales, pisos para inmigrantes y muchos nombres más. En España y fuera de España. También los puentes y los muros tienen autores con nombres de buenos y de malos políticos, que impiden la entrada de ayudas a su país o que fomentan rencores innecesarios dentro del propio país.
Muros, puentes; encuentros y desencuentros, este es el sino de la humanidad. Una humanidad en la que todos estamos sometidos a múltiples solicitaciones. Y no todas buenas. De ahí la necesidad de alzar la voz para que cada vez haya más puentes y menos muros, para que cada vez haya más ciudades lo más parecidas posibles a la “ciudad de Dios”. Evidentemente, no a la “ciudad de Dios” que dibuja la película brasileña del mismo nombre, ambientada en un barrio donde abundan los robos, las peleas y enfrentamientos diarios con la policía, sino la “ciudad de Dios” de la que hablan san Agustín y la carta a los hebreos.