Agradezco diariamente a Dios la posibilidad que me regala de poder celebrar la eucaristía. Y digo celebrar porque percibo que lo hago con otros y que la grautidad del Evangelio se expresa radicalmente en estos momentos.
Todo gira entrono a la Palabra y a la mesa compartida, todo regalado, desde el principio al final. Todos recibiendo a manos llenas lo que se da de balde. No es cuestión de ser dignos o indignos (nadie lo es), sino de creernos que Dios se hace concreción diminuta y frágil en medio de un nosotros plural que es más que la suma de unas cuantas individualidades.
Y todos haciendo eucaristía, desde los bebés que lloran de cuando a en cuando (que alegran, no molestan) hasta los ancianos, que en su quietud reflejan con claridad la fuerza en la debilidad. Todos celebrando, nadie más que nadie, en igualdad de Reino ya esbozado, en signo que se puede percibir aunque de manera equívoca, de disfrute profundo de un sabor que te hace salir de ti mismo para perderte en los demás… Todo en un Dios que se sigue haciendo carne (que ya no puede dejar de ser carne) y en una carne que nos alimenta, a todos, sin necesidad de previo pago.